viernes, 23 de abril de 2010

DIAS CEBOLLA

Igual que la Audrey del cuento anterior tenía días negros y corría a refugiarse en Tiffanys donde nada malo podía suceder, yo tengo días cebolla. En esos días no es urgente buscar el amparo de una amiga, ni mendigar besos a un hijo preadolescente, tampoco es necesario localizar con premura la peluquería más próxima y pedir un milagroso corte de pelo. Son días que brillan por si mismos.
A primera hora sales de casa con medias tupidas, anorak y paraguas,  pero el curso de las cosas hace que apenas una hora después, el sol brille potente enseñando la patita como los cerditos del cuento y empiezas a sentir sus rayos en la punta de la nariz y decides quitarte esa chaqueta interior que te da tanto calor y caminas por la ciudad descubriendo lo preciosos que están los cerezos japoneses. Que son con diferencia mis árboles favoritos, silenciosos y elegantes que de repente, en el arranque de la primavera, florecen y lo inundan todo de color de rosa. Igual que los cerezos, florecen las terrazas y es adorable ver a la gente tomar los cafés en plena calle y las aceras inundadas de niños y jóvenes en manga corta recién estrenada. Y pasas por la puerta de Zara y necesitas con urgencia comprarte una camiseta de tirantes y te la pones y en el probador te quitas las medias tupidas y guardas el pesado anorak en el fondo de  la bolsa. Y saldrías a la calle en bragas y sostén pero no es plan de alterar el orden público.

Y en tu cabeza hay una frase maravillosa que se repite sin cesar “Estás limpia, nos vemos en dos meses”.

Vivan los días cebolla.

martes, 20 de abril de 2010

EL COLLAR DE AUDREY HEPBURN

Hace un par de años Pilar y yo acuñamos un termino para definir a la mujer perfecta. Son tías que “huelen bien” no es que las demás tengamos un momento guarro y no nos duchemos cada mañana como Dios manda, se trata de algo diferente, ese olor que queda como una estela después de cruzarte con una de ellas en un semáforo, o de contemplar por un instante el mismo escaparate. La mujer perfecta puede tener cualquier edad pongamos desde los 30 a los 80, no hay obstáculos. Nunca antes de la treintena porque entonces la belleza insultante de la juventud puede confundirnos y la individua en cuestión puede no ser una autentica bienoliente.
Generalmente son esbeltas, tienen rasgos armoniosos y transmiten una importante dosis de serenidad, su vestuario es sobrio, nada de grandes alharacas, un traje de chaqueta, un bonito abrigo. No siempre son clásicas, pueden ser también modernas, pero lo de la sobriedad las iguala. Exhalan seguridad, estabilidad, buenos genes, difícilmente han sentido la celulitis corroer sus músculos, vestidores bien surtidos, masajistas vespertinos, casas en el campo...
Pisan la peluquería un par de veces por semana, hablan de vd. al servicio y en las tiendas que frecuentan se saben de memoria su nombre y apellidos. Pueden o no trabajar, tener o no hijos pero la apariencia de perfección las acompaña en todo momento, da igual que acudan a un concierto como que troceen una lechuga.
El día que te tropiezas con una bienoliente comprendes que ni con todo el oro del mundo alcanzarías ese punto místico. No es una mega pija, es algo más, tal vez generaciones y generaciones de cultura y equilibrio. Parecen incapaces de levantar la voz, de discutir acaloradamente o de ser infieles a ese marido amantísimo que ha convertido su vida en un verdadero pastel nupcial. Me recuerdan a esos gatos de raza, que conscientes de su belleza, se tumban ante ti dejándose admirar.
Pensareis que tengo el día un poco frívolo, pero no puedo ahondar más en sus actitudes, desgraciadamente no conozco a ninguna, aunque me gustaría, tiene un cierto morbo sociológico, la verdad.
El otro día una bienoliente se cruzó en mi camino, mediana edad, niña de tres o cuatro años completamente vestida de celeste a su lado, bolso de L. Vitton y ese perfume intangible que las diferencia.
Os diré que llevo una temporada “mu malita” la premisa Salud-Dinero-Amor parece no acordarse de mi dirección muy a menudo, así que me voy de rebajas y acabo comprándome un vestido de fiesta medio porno (sin boda, bautizo o comunión a la vista que justifiquen el dispendio) o un suéter increíblemente ceñido que dormirá en mi armario el sueño de los justos. Me hago la permanente en las pestañas, me corto el pelo o decido de buenas a primeras comenzar sin demora la dieta de la alcachofa convencida de que inmediatamente voy a alcanzar la talla 38, ¡todo un prodigio de equilibrio, ciertamente!
Pero volvamos al tropiezo del otro día. Bañón ultimo día de rebajas yo rebusco frenéticamente en una de esas cajas con collares de oferta, y de pronto uno rojo me llama la atención, lo saco y lo coloco en mi cuello, me recuerda a esas argollas que llevan las mujeres jirafa de Tailandia (vale 20 euros, no es mucho desde luego, pero ni de coña lo necesito), sin embargo es el único que queda, y el rojo se va a llevar un montón esta primavera. Y ahí me teneis frente al espejo poniéndome y quitándome el collar, cuando de pronto percibo el aroma de una bienoliente y su retoño que parecen mirar mi espalda con una mezcla de paciencia y desprecio. Al principio pienso que les estoy impidiendo el paso, pero al apartarme percibo que están esperando simplemente a que yo hormiga sin estilo renuncie a la presa. En ese instante me invade una fuerza arrolladora y me creo una especie de Agustina de Aragón que va a vengar a todas las mujeres corrientes del mundo mundial que madrugan a diario y compran en Zara. Cojo el collar con todas mis fuerzas y en mi frente se dibuja un enorme “Te jodes pedazo de bruja” Me acerco a la cajera arropada por la música de los reportajes de Félix Rodríguez De la Fuente, agarrando la presa como un ave rapaz en peligro de extinción. Llevo los 20 euros preparados, me queman en las manos, me sé vencedora, cada vez que mi cuello sea rodeado por la pieza, saborearé la sensación del triunfo. Pongo el collar sobre el mostrador y entrego el dinero, pero justo en ese momento todo se viene abajo. Como lo oís, la gentil dependienta abre un cajón y saca un collar idéntico el primero de muchos otros, devuelve el que yo he elegido al cajón de las ofertas y envuelve para regalo al recién llegado.
La bienoliente lo mira de reojo, pero lo desecha, coge de la mano a su hija azul y abandona la tienda.
Vuelvo a casa con un collar imposible y la moral por los suelos, no he conseguido reivindicar nada, vaya mierda.
Pero después de un café me siento frente al ordenador y descubro en internet la foto de Audrey Hepburn con otro collar imposible, sonriéndome cómplice desde su glamour sin fin. Quizá no somos tan distintas... y recuerdo a mi padre cuando decía “No eres demasiado guapa, pero seguro que acabarás convirtiéndote en una mujer ingeniosa y divertida”

Creo que Audrey y mi padre tienen  mucho en común.

viernes, 16 de abril de 2010

ARRIBA EL TELÓN

Estoy harta de los aeropuertos y las estaciones, de las colas, de los controles de aduana, del café de las máquinas que siempre termina por quemarme el paladar, de ver carteles en todos los idiomas menos en el mío, harta sobre todo del frio, de las habitaciones de hotel que siempre parecen idénticas, de tantas ciudades desconocidas por descubrir urgentemente con un plano en la mano, de los sándwiches que saben a plástico, de la soledad, de la morriña, de ver la cara de mi hermana o de mi madre en las fotos del facebook.
Desconsolada por perderme los besos del hombre de mi vida, por retrasarlos como en un paréntesis, por no despertarme con los lametones de mi perra. Cansada de recorrer mundo con premura de examen en examen, ajetreada siempre. De renovar la fe en mi misma como el que hace gimnasia ante una puerta cerrada mientras espero mi turno.
Tenso mi cuerpo y empiezo a calentar y miro mis pies, tan alejados del zapatito de cenicienta, pies currados, curtidos, operados, con juanetes deformes después de tantas horas de ensayos y pienso “tengo que ser la mejor, soy buena, he llegado hasta aquí para que estos completos desconocidos me escojan, como el que elige la flor más llamativa y ahora estoy sola y me lo juego todo”. Y contengo la respiración y rezo y me encomiendo a Dios y al diablo y me hablo a mi misma como el que anima a su equipo de futbol. Y expulso el miedo y lo negativo y me concentro y siento ganas de llorar y me voy al wáter y a veces hasta me cago de miedo y vuelvo a la cola y oigo por fin mi nombre, entonces la música suena y todo se para, olvido en que ciudad estoy, las caras de los jueces que me juzgan, la competencia, la soledad. Comienzo a bailar y todo ya definitivamente cobra sentido.

miércoles, 7 de abril de 2010

SIN PIES NI CABEZA

Me cae bien Emma Thompson, es una actriz que igual podría ser la vecina londinense del segundo, por lo cercana y afable. Es guapa sin resultar distante y parece simpática, se le da bien la comedia y su papel de solterona neurótica en “Los amigos de Peter” me resulta siempre enternecedor.
Ayer leía sobre ella en Internet, donde comentaba sin tapujos como su vida había naufragado tras su divorcio, reconociendo que no se quitó la bata de su ex hasta pasados tres meses del abandono. (La bata debía estar hecha unos zorros y ella también, porque ser dejada por un chulazo como Kenneth Branagh debe ser francamente jodido) . De inmediato me solidaricé con ella y llegué a pensar que podríamos ser grandes amigas cuando habló con naturalidad y frescura de la depresión que le causaron sus dificultades para concebir, y también me pareció completamente fabuloso que se haya atrevido a adoptar a un adolescente nigeriano de 16 años. ¡¡Ole sus huevos!!. Cuando ya parecía que éramos almas gemelas, un nuevo punto de la conversación me hizo adorarla más si cabe. Es una compradora compulsiva de zapatos, es más, engaña a su marido con mil triquiñuelas para colarle pares nuevos como si fueran de segunda mano. Este último dato me hizo rendirme definitivamente a sus pies, nunca mejor dicho. Y es que a mi me chiflan los zapatos, la verdad. No soy Imelda Marcos, pero he de reconocer que puedo cambiar el rumbo de mis paseos en función de un escaparate con unas bonitas botas que me llamen la atención.

Como buena exrellenita simpática (por fin me he puesto a dieta) sé apreciar la inestimable ayuda de unos buenos tacones. Así que en mis excursiones de rebajas siempre termino encaramada a zapatos completamente imposibles a no ser que decida reconvertirme en pino, echar raíces y quedarme quieta en un prado durante el resto de mi vida.
Sin embargo hay certezas en la vida tan absolutas como que el verano sigue a la primavera. ¿¿¿¿Por qué compramos zapatos que jamás vamos a poder utilizar???? ¿¿Que fuerza interior nos mueve??
A lo largo de mi vida he gastado un dineral en calzado que me venía pequeño o grande, simplemente porque me gustaba, buscando excusas tan peregrinas como, “ya compraré unas plantillas” o que “en invierno seguro que mis pies encojen”. Otros eran duros como ladrillos, incluso tacones tan elevados a los que necesitaba trepar con la ayuda de una banqueta. Sé que jamás tendré ocasión de utilizarlos, pero definitivamente en ese preciso instante no pude resistirme. Obviamente no os hablaría de esto si fuera solo cosa mía; pero además de mí y de Emma que a partir de este momento se ha convertido oficialmente en mi gurú, durante años he visto hacer lo mismo a montones de amigas así que la cuestión tiene un cierto rollito sociológico.
Puede ser un punto romántico, tal vez buscamos pisar la vida debidamente acicaladas y no nos importa parecer las hermanastras de cenicienta retorciéndonos de dolor hasta conseguir acoplar nuestro pinrrel dentro del diminuto modelo. O demuestra un cierto inconformismo ante la realidad: “Se positivamente que no puedo caminar con estas botas pero a veces en la vida las cosas cambian, parece imposible pero a veces pasa”.
¿Porqué estamos tan llenas de optimismo, inocencia y fe para errar de manera reiterada?

Siempre podré robarle el disfraz de spiderman a Maksim y trepar por las paredes sin tocar suelo.
Espero vuestros comentarios pero quien en su armario esté libre de pecado, que tire la primera piedra.