martes, 20 de abril de 2010

EL COLLAR DE AUDREY HEPBURN

Hace un par de años Pilar y yo acuñamos un termino para definir a la mujer perfecta. Son tías que “huelen bien” no es que las demás tengamos un momento guarro y no nos duchemos cada mañana como Dios manda, se trata de algo diferente, ese olor que queda como una estela después de cruzarte con una de ellas en un semáforo, o de contemplar por un instante el mismo escaparate. La mujer perfecta puede tener cualquier edad pongamos desde los 30 a los 80, no hay obstáculos. Nunca antes de la treintena porque entonces la belleza insultante de la juventud puede confundirnos y la individua en cuestión puede no ser una autentica bienoliente.
Generalmente son esbeltas, tienen rasgos armoniosos y transmiten una importante dosis de serenidad, su vestuario es sobrio, nada de grandes alharacas, un traje de chaqueta, un bonito abrigo. No siempre son clásicas, pueden ser también modernas, pero lo de la sobriedad las iguala. Exhalan seguridad, estabilidad, buenos genes, difícilmente han sentido la celulitis corroer sus músculos, vestidores bien surtidos, masajistas vespertinos, casas en el campo...
Pisan la peluquería un par de veces por semana, hablan de vd. al servicio y en las tiendas que frecuentan se saben de memoria su nombre y apellidos. Pueden o no trabajar, tener o no hijos pero la apariencia de perfección las acompaña en todo momento, da igual que acudan a un concierto como que troceen una lechuga.
El día que te tropiezas con una bienoliente comprendes que ni con todo el oro del mundo alcanzarías ese punto místico. No es una mega pija, es algo más, tal vez generaciones y generaciones de cultura y equilibrio. Parecen incapaces de levantar la voz, de discutir acaloradamente o de ser infieles a ese marido amantísimo que ha convertido su vida en un verdadero pastel nupcial. Me recuerdan a esos gatos de raza, que conscientes de su belleza, se tumban ante ti dejándose admirar.
Pensareis que tengo el día un poco frívolo, pero no puedo ahondar más en sus actitudes, desgraciadamente no conozco a ninguna, aunque me gustaría, tiene un cierto morbo sociológico, la verdad.
El otro día una bienoliente se cruzó en mi camino, mediana edad, niña de tres o cuatro años completamente vestida de celeste a su lado, bolso de L. Vitton y ese perfume intangible que las diferencia.
Os diré que llevo una temporada “mu malita” la premisa Salud-Dinero-Amor parece no acordarse de mi dirección muy a menudo, así que me voy de rebajas y acabo comprándome un vestido de fiesta medio porno (sin boda, bautizo o comunión a la vista que justifiquen el dispendio) o un suéter increíblemente ceñido que dormirá en mi armario el sueño de los justos. Me hago la permanente en las pestañas, me corto el pelo o decido de buenas a primeras comenzar sin demora la dieta de la alcachofa convencida de que inmediatamente voy a alcanzar la talla 38, ¡todo un prodigio de equilibrio, ciertamente!
Pero volvamos al tropiezo del otro día. Bañón ultimo día de rebajas yo rebusco frenéticamente en una de esas cajas con collares de oferta, y de pronto uno rojo me llama la atención, lo saco y lo coloco en mi cuello, me recuerda a esas argollas que llevan las mujeres jirafa de Tailandia (vale 20 euros, no es mucho desde luego, pero ni de coña lo necesito), sin embargo es el único que queda, y el rojo se va a llevar un montón esta primavera. Y ahí me teneis frente al espejo poniéndome y quitándome el collar, cuando de pronto percibo el aroma de una bienoliente y su retoño que parecen mirar mi espalda con una mezcla de paciencia y desprecio. Al principio pienso que les estoy impidiendo el paso, pero al apartarme percibo que están esperando simplemente a que yo hormiga sin estilo renuncie a la presa. En ese instante me invade una fuerza arrolladora y me creo una especie de Agustina de Aragón que va a vengar a todas las mujeres corrientes del mundo mundial que madrugan a diario y compran en Zara. Cojo el collar con todas mis fuerzas y en mi frente se dibuja un enorme “Te jodes pedazo de bruja” Me acerco a la cajera arropada por la música de los reportajes de Félix Rodríguez De la Fuente, agarrando la presa como un ave rapaz en peligro de extinción. Llevo los 20 euros preparados, me queman en las manos, me sé vencedora, cada vez que mi cuello sea rodeado por la pieza, saborearé la sensación del triunfo. Pongo el collar sobre el mostrador y entrego el dinero, pero justo en ese momento todo se viene abajo. Como lo oís, la gentil dependienta abre un cajón y saca un collar idéntico el primero de muchos otros, devuelve el que yo he elegido al cajón de las ofertas y envuelve para regalo al recién llegado.
La bienoliente lo mira de reojo, pero lo desecha, coge de la mano a su hija azul y abandona la tienda.
Vuelvo a casa con un collar imposible y la moral por los suelos, no he conseguido reivindicar nada, vaya mierda.
Pero después de un café me siento frente al ordenador y descubro en internet la foto de Audrey Hepburn con otro collar imposible, sonriéndome cómplice desde su glamour sin fin. Quizá no somos tan distintas... y recuerdo a mi padre cuando decía “No eres demasiado guapa, pero seguro que acabarás convirtiéndote en una mujer ingeniosa y divertida”

Creo que Audrey y mi padre tienen  mucho en común.

No hay comentarios:

Publicar un comentario