viernes, 14 de julio de 2017

CAN FLY

La foto que tenéis bajo este post la hizo la otra tarde Pancho Amat, un amigo fotógrafo. En realidad yo no debería haber posado. Le acompañé en calidad de estilista/escenógrafa de andar por casa/lo que se tercie, a una sesión fotográfica.

Nos esperaba un piso inmenso con suelos de mosaico, lleno de recovecos y silencio. Después de curiosear, no resultó difícil encontrar atrezo interesante. La casa se utiliza como estudio de pintura y los artistas siempre se rodean de objetos maravillosos.

En un cambio de vestuario de la verdadera protagonista, Pancho me hizo sentar en un sillón y mirar a la cámara. Y yo lo hice con la confianza de quien se siente a gusto.

Al enviarme la imagen descubrí que en el cuadro de atrás, un niño había garabateado dos palabras en plan coincidencia subliminal. PODER VOLAR.

¿Con cincuenta y tres recién soplados puedo realmente volar? Vendría bien quitarme siete u ocho kilos para soltar lastre, no rendirme con las manchas del sol que me inundan y olvidar ese dolor de pie tan antipático. Aceptablemente sana, lúcida y aún hambrienta de todo, claro que puedo volar me dije preparada a calentar motores.

He de volar pero rapidito hacia mi novela inacabada, hacia mis nutritivos amigos, he de atreverme a revolcarme entre palabras, cada deseo es una urgencia, me apunto el mantra.

Encontrarme en pleno vuelo con el hombre más bueno del mundo y pedirle que me arranque esas molestas capas de cebolla que la vida nos incorpora como chalecos salvavidas, que me redescubra, que aquí me tiene para lo que quiera. Y que si va corto de iniciativa yo le sorprendo, las cincuentonas voladoras no abundan, estamos en peligro de extinción y somos de lo más imaginativas, porque definitivamente no tenemos mucho que perder.

Volar a visitar jirafas, cebras, elefantes y ballenas Beluga, volar hacia ese punto mágico donde la cordillera de la adolescencia se convierte en suave colina, sobrevolar con mis gatos en una alfombra mágica la fábrica de Royal Canin y dejar que me laman eternamente la planta de los pies durante la siesta.

Hartarme en ese vuelo de sandias y plátanos que para algo son frutas con sonrisa, que me rio poco últimamente cago en diez. Invitar a volar a mis amigos en su encrucijada, porque desde el aire todo se ve mucho más clarito, estoy convencida.

Esto de ser volátil igual me ayude para solucionar males mayores, pero no quiero ilusionarme que luego no consigo nada y me da el bajón.

Volaría a las cataratas de Iguazú, a las Victoria, a Niagara, la fuerza del agua siempre me conmueve por lo que tiene de eternidad cíclica.

Cuando todo acabe, me gustaría aterrizar en un lugar con más miradas como la de Pancho, certeras y a los ojos. Miradas que te descubren que tú eres tú, que estás aquí, y que todavía por extraño que parezca, pese a la osteoporosis, eres capaz de echar a volar mientras te fotografían.

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