sábado, 27 de febrero de 2010

PURO Y SORPRENDENTE GLAMOUR

Hace unos años escribí un cuento en el que hablaba de un tipo de mujer no demasiado frecuente, “las bienolientes”, no se trata de belleza pura y dura, sino de un cóctel con ingredientes como la aparente serenidad, la elegancia o el dinero.

La otra tarde tropecé con una auténtica bienoliente, Max no fue al cole y decidimos ir paseando hasta el Corte Inglés en busca de un cuento sobre faraones que lo tiene completamente hechizado. A la altura de la calle Isabel La Católica caminábamos detrás de una señora alta y delgada de unos 60 años, llevaba un precioso moño y un chal que os aseguro le hubiera robado de un plumazo, arrastraba suavemente un carrito de la compra de auténtico diseño, hecho de aluminio y loneta negra coronado por un asa plegable rollito arco de Calatrava.

Al llegar a la altura de las antiguas oficinas de Iberdrola que ahora están abandonadas Max descubrió una colonia de pequeños gatos y nos paramos a mirar cuantos había, de que colores eran..., ¿Nos podemos llevar alguno a casa, Mami?...

La Señora X, se detuvo junto a nosotros y abrió su precioso bolso en busca de un llavero que oh! sorpresa contenía la llave del edificio y gentílmente nos invitó a pasar. Con una voz suave se presentó. Margarita Alonso que así se llamaba, comenzó sacando dos manteles floreados del carro de la compra, los extendió sobre un polvoriento ventanal, como si se preparara para una tarde de picnic en Central Park. En uno de ellos, depositó su precioso chal, doblándolo con unos gestos tan armónicos que me hicieron pensar en un pasado de bailarina clásica, mientras me contaba que cuidaba de 33 gatos callejeros. Sus manos se movieron ágilmente y llenaron de latas de comida felina Félix el segundo mantel, las que tenían abre-fácil eran puestas rápidamente al alcance de sus protegidos, para las que no, Margarita (mujer bienoliente y organizada donde las haya) llevaba un abrelatas eléctrico de rabioso diseño.

Yo miraba asombrada desde lejos como sus gráciles dedos sembrados de anillos de brillantes organizaban el festín para la tropa de gatos de los tejados que acudían desde todos los rincones, Max los contaba entre risas, los había grandes, pequeños, tuertos, cojos, pelirrojos, negros. Todos comieron hasta saciarse, alguno se acercó hasta ella y acarició con el lomo sus esbeltos tobillos.

Margarita fue una sorpresa de la vida, no daba el tipo de abuelita chiflada amante de los gatos, me contó que los burgueses vecinos de la finca de al lado le tiraron hace unos días un pozal lleno de agua, aceite y harina, porque como podéis imaginar en la calle Isabel La Católica los gatos de los tejados no tienen muy buena prensa.

Yo la imaginé manchada y empapada como un pollo pero sin perder un ápice de esa seguridad certera que da, hacer lo que uno cree que debe hacer.

Con la misma rapidez con la que preparó la merienda felina recogió todos sus restos y los metió en una bolsa de basura, dobló los manteles, recuperó su chal, perdió su halo de hada madrina para enfundarse de nuevo el papel de señora acomodada de mediana edad y se volatilizó.

Compramos el libro de los faraones y volví a casa con buen sabor de boca. Hace un año que Muriel murió y me encantó conocer a Margarita para acabar descubriendo que hasta en el exclusivo círculo de las bienolientes hay mujeres con sorpresa.

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