miércoles, 4 de diciembre de 2013

BANCOS DONDE SENTARSE

Todos tenemos lugares favoritos sin saber porqué. No hablo del sillón orejero con libro y mantita, sino de una calle, un parque o un bar. Paisaje urbano con recuerdos.

Yo tengo algunos. En unos busco inspiración, en otros sueño con imposibles y en otro a veces me pongo a llorar.
Curiosamente esos espacios son bancos de piedra. Así que algún día preparo un picnic y decido dejarme caer. Recojo una servilleta floreada compro un té calentito, un sándwich integral de salmón, huevo y rúcula, me vengo arriba con una deliciosa magdalena de manzana y finalizo con un par de mandarinas. Mientras camino hacia el banco del día, me imagino como una caperucita casi cincuentona alegre o triste según se tercie.

El banco primavera está en un coqueto jardín del siglo XIX junto a un palacete donde se celebran bodas. Alguna que otra vez el fotógrafo de turno me ha pedido auxilio y soy toda una experta estirando colas de encaje o sosteniendo ramos de flores.

Me refugio al final de un túnel de hiedra junto a una fuente y capturo los rayos de sol que se cuelan, incorporándolos a mi solitario menú. Leo bastante, aunque de refilón miro sin cortarme a los críos de al lado que se comen a besos y noto como mi sonrisa crece despacito y brindo por ese amor con un sorbito de té. Dejo el libro e imagino que acaban de conocerse que comparten clase y que están locos por abrirse en canal para saber todo absolutamente todo, el uno del otro. Este banco es un completo placer. Cuando termino mi “tea for one” y salgo a la luz, siento calorcito y alegría y me gustaría estar en casa para empezar a repartir besos a diestro y siniestro.

El banco Di Caprio en Titanic, está en la azotea del edificio donde trabajo. A la altura de un piso 14, veo el mar, las montañas y casi cualquier finca que despunte. Me gusta imaginar cómo serán las vidas tras todas esas ventanas, cuantos salones alegres o dormitorios sin amor se esconden en esos muros. Millones de historias fabulosas, seguro. Entonces, entre bocado y bocado, sueño que abandono para siempre mi zona de confort. Me veo acabando esa interminable novela que ronda por mi ordenador. O imagino que mis cuentos infantiles por fin encuentran un editor entusiasta. Cuando abro los ojos estoy casi convencida de que me voy a presentar a tal o cual concurso porque escribo bien, porque mis historias molan. Mi padre de pequeña siempre repetía “puedes ser cualquier cosa que te propongas”. En esos instantes me lo creo, me pongo de pie junto al borde y abro los brazos, cuando llego a la planta baja y salgo del ascensor mi cabeza bulle. Antonia la portera, acostumbrada, sonríe como diciendo: “Ahí va la lunática del ático”. Con suerte el hechizo durará unos cuantos días.

El banco del botánico es fenomenal para atascos literarios. Adoro la frondosidad que lo rodea, los gatos del jardín (más de 60), los pintores que intercambian consejos, las abuelitas que se cambian de lugar según avanza el sol, buscando no perderse ni una partícula “tiene mucho calcio hija”. A veces charlo, a veces callo. Mi servilleta floreada no llama la atención aunque aquí hay que devorar el salmón rápidamente o toda la pandilla felina amenaza con no dejar rastro de mí. Absorbo el buen rollo vegetal, respiro hondo y las ideas me llenan la cabeza, ¡mierda he olvidado mi libreta de apuntar ocurrencias!

Ayer decidí hacer mi té en el banco melancólico. Es el más céntrico y en otoño se llena de hojas secas,si estoy sola incluso me pego unas carreras saltando sobre ellas para sentirlas crujir. Bien abrigadita, coronada por un sensacional gorro verde que me da aspecto de un cruce entre una lechuga y un manojo de puerros, decidí que era el elegido. Situado a las puertas de la consulta de mi antigua ginecóloga. En él me senté el día que me dijo que no podría tener hijos. Las piernas me temblaban tanto que no podía caminar, así que allí estuve hasta que recordé el camino de vuelta a casa. A él regresé cuando murió mi gata, harta de refugiarme en Zara y de hacer cada vez más rico al señor Ortega. O cuando supe que estaba enferma y el miedo me bloqueaba. Lloré, sorbí los mocos y como tantas otras veces, después me levanté.

Eran las cuatro y a la media, sale mi hijo de clase. De camino corriendo me arranqué el gorro, le da vergüenza que sus amigos me vean con él.

Las madres nunca deben olvidar enfundarse un uniforme de discrección a las puertas del colegio.

Especialmente las que toman el té solas en bancos de piedra.


9 comentarios:

  1. qué bonito, yo hace tiempo que no disfruto de momentos así, pero me conformo con mis baños calientes a la luz de las velas, esos veinte minutos son míos y solo míos.

    ResponderEliminar
  2. Puñetera, has conseguido emocionarme. Sí que escribes bien, si te animas con esa novela, haznoslo saber.

    ResponderEliminar
  3. Uff que susto, creí que era un cuento de otro tipo de bancos...
    Si, hay rincones especiales en nuestras vidas, donde sentarse a esperar no ser devorada por 60 gatos, donde disfrutar del amor adolescente no propio o donde agarrar fuerzas para buscar el camino a casa cuando algo nos aterroriza. Pero quizás lo más melancólico es ese piso 14 donde como muy bien dices, se ven coletazos de tantas y tantas vidas.
    Que gusto da leerte... A ver si desempolvas ese libro del ordenador y la "loca lunática" del ascensor nos deleita con más historias. Un fuerte abrazo

    ResponderEliminar
  4. Precioso, Amparo, como todo lo tuyo.
    Como dice Canela más arriba si acabas la novela o decides hacer lo que sea con tus cuentos infantiles (mira los que han colgado su música en internet y se han hecho famosos) avisa rapidito.
    ¿Qué tal está la bolita de pelo? ¿Macho, hembra? Ya tendrá mes y medio largo...
    Un abrazo desde el norte.

    ResponderEliminar
  5. Gracias por vuestras palabras!! Con tantos ánimos igual me vengó arriba y acabo la historia interminable que duerme en mi ordenador. Sois muy amables! Con respecto a la bola de pelo, al final es hembra, se llama Candas, (por los dibujos animados favoritos de mi hijo) es traviesaaaa, mordedora y muy simpática. Abrazos grandes

    ResponderEliminar
  6. Muy bonito, Amparo. Unas historias conmovedoras y llenas de emociones. Un abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias Miguel!! Siempre tan amable eres un sol y tus últimas fotos ( bueno todas en general) son una pasada que lo sepas!!!

      Eliminar
  7. Amparo que bonito, todos tenemos o deberiamos tener nuestro "banco de piedra", en mi caso son los bancos de madera de las iglesias en los horarios en que no hay nadie.... Espero que acabaras esa "historia interminable" porque seguramente valdrà la pena. Besos Made

    ResponderEliminar
  8. Madeleine a mi también me gustan los bancos de iglesias solitarias y sobre lo de la novela no se yo últimamente bien lo sabes ando un tanto descentrada, veremos si para el 2014. Abrazos

    ResponderEliminar