domingo, 23 de octubre de 2011

ALGO PASA CON MARY

Cuando era pequeña apenas existían actividades extraescolares. Al salir del cole nos íbamos directos a casa para merendar un bocadillo de chorizo pamplonés y hacer los deberes. Con suerte jugabas un rato con el vecino si te habías portado bien, pero poco más la verdad.
Yo llegué a apuntarme una temporada a clases de ballet, sin ninguna finalidad especial, (supongo que mi madre quería que fuera elegante en mis movimientos) pero ya sabéis que el Señor no me ha llamado por el camino de la agilidad física. Todo aquello de los plies y releves me parecía un coñazo, así que no duré demasiado y tampoco lo sentí. Volví a jugar con Nicolás el del sexto mi compañero de expediciones al centro de la tierra, actividad mucho menos grácil pero bastante más divertida.
En los treinta y tantos años que han transcurrido desde entonces, el mundo de las actividades extraescolares ha experimentado una progresión abrumadora. Algunos niños de hoy, los de economías más desahogadas especialmente, aprenden con total naturalidad chino mandarin, equitación, futbol, siatsu, yoga o hip hop, entre bocado y bocado del bocata de chorizo (gracias a Dios esta parte permanece inamovible). Tienen una agenda digna del director del FMI, al que por cierto le hubiera ido bastante mejor dedicando sus esfuerzos a las clases de chino, que a intentar trajinarse de mala manera a la camarera de turno.
En definitiva, a mucha gente le parece que si no apunta a sus hijos a un montón de esas actividades, les está condenando poco menos que al ostracismo social y a un futuro incierto de recolector de hortalizas en el este de Hungría.
Aplicando el sentido común, convendréis conmigo que lo mejor es, si se quiere, potenciar habilidades. Partiendo de esa base y dado que mi hijo en otra vida fue pez, me vi abocada a matricularle en una piscina para perfeccionar su manera de nadar. Cuando se mete en el agua alcanza un grado máximo de felicidad, eso unido a sus suplicas y al nivel de cansancio que le aporta, me ayudó a decidirme.
Así que allí me tenéis en la puerta del polideportivo, repasado mentalmente si la bolsa de deporte iba correspondientemente preparada. “Bañador, tapones, toalla, chanclas de goma, albornoz, secador de pelo, gel de ducha, champú, gorro de látex, gafas de buceo, peine, muda limpia, un euro para la taquilla, la tarjeta de acceso a la zona de vestuarios…” Joder, más que a nadar, parece que va a capitanear el desembarco de Normandía (Aunque os aseguro que todos y cada uno de esos objetos son absolutamente necesarios en el mundo de la natación infantil de nuestros días).
Pero siempre por calculadora que una quiera llegar a ser, hay algo que escapa al guión previsto. En mi primer día de piscina esa incógnita fue la temperatura. Un calor húmedo y espeso que había olvidado. Ese ambiente denso que te hace sudar a mares en cuestión de segundos. Toda yo estaba mojada, de los pies a la cabeza, me llevaba las manos una y otra vez al pelo empapado, mientras haciendo equilibrios conseguí introducir al niño en el bañador, atornillarle los tapones y depositarlo cual hormiga atómica en la puerta de acceso dentro del horario previsto.
Rendida, mientras escapaba, me choqué con mi imagen en el espejo, para descubrir aterrada que el esperma que Cameron Diaz llevaba en su cabeza, era de una discreción meridiana comparado con mi aspecto. Acabé tirada en las escaleras, harta de darme codazos con mamás y abuelitos babeantes, que luchaban por seguir la clase desde los ventanales de la cafetería.
Al final, después de volver a sudar, duchar al niño a empujones, recoger las prendas mojadas y huir despavorida con rumbo incierto, descubrí con horror que mi camisa había estado completamente desabrochada durante toda la tarde, con el despechugue correspondiente. Y entendí por fin las miradas atónitas de los socorristas, el camarero y todo aquel que se cruzó conmigo.

La próxima vez, definitivamente, lo apunto a chino o me tiro al agua.



viernes, 14 de octubre de 2011

CLASICOS DE AYER Y HOY

James Bond siempre pedía sus martinis secos ligeramente agitados y yo en los últimos tiempos, como poco, ando así. Debe ser cosa de la inestabilidad ambiental mezclada con la laboral, unida a una madre octogenaria en caída libre, aderezado con un hijo movidito en tercero de primaria y rematado por una menopausia de manual.
Me siento como un bombero apagando fuegos a diario, corriendo del colegio al trabajo, repasando horarios mentalmente, observando atónita como nuestro mundo es cada vez más de ricos y pobres y que termina entretenido comprando puerros que nunca come o planchando sin cesar.
Atrapada completamente.
Y vosotros diréis (con buen criterio) que bastante tenéis con lo vuestro, que soy una tía coñazo y que para leer penas os mudáis de blog.
¡¡¡¡¡Alto ahí!!!! Prometo enmendarme.
Vale que no puedo pagarme un tratamiento de masaje tailandés ni irme a Brasil a bailar la conga en Ipanema, pero digo yo que algo podré hacer.
Lo primero pasa por rebuscar en los cajones y rescatar mi viejo sentido del humor de donde quiera que esté. Hace meses que le he perdido la pista. Lo bueno del humor es que se parece bastante a un traje de licra, se adapta con facilidad al cambio de talla, es resistente en la lavadora y no pasa de moda con demasiada rapidez. Pero lo malo es que a veces resulta esquivo de encontrar, porque ocupa poco y si lo vas dejando, sin darte cuenta, acabas convertida en la abuelita más intransigente y solitaria del geriátrico.
Estoy preocupada porque con el cambio de armarios igual se me ha traspapelado y tengo que poner una nota en los periódicos: “Se busca desesperadamente sentido del humor, pequeño, gamberro, cuarentón, trasgresor pero sin demasiada mala uva. Señora chiflada de mediana edad recompensará con lo que se pueda”.
Pero no voy a ponerme en lo peor, seguro que aparece junto a los gorros de lana, las bufandas y el cesto de recoger setas.
Una vez localizado, la terapia de choque consiste en la lectura repetida en plan mantra de diversos pasajes de la “Conjura de los necios” y el visionado consecutivo de “la Vida de Brian” y “Aterriza como puedas” salpicado con algún capitulo de “Modern family” o “Seinfeld”.
Al principio las sonrisas son contenidas, tímidas y un poco roncas por el desuso, pero poco a poco vas entrando en calor y cuando menos te lo esperas ahí, agazapada en un rincón, está la primera carcajada, que se abre paso hasta el tuétano, desbordándose como un torrente.

Si me sacó del cáncer me saca de esta fijo.
Mañana lo pongo en práctica y os cuento.
Haré palomitas.