domingo, 21 de febrero de 2010

GREAT EXPECTATIONS

Hay niños que son amados desde el mismo momento en que el predictor cambia de color. Como Inés la nieta de Mariví, a la que su abuela ya adora muchos meses antes de que ponga los pies en este mundo. Tienen suerte. En sus vidas por estrenar hay habitaciones calidas ansiosas por arroparles, cuidados amorosos de una legión de familiares y sobre todo esa entrega incondicional de papá y mamá, esa ternura que se desborda como una fuente.

Otros no. Sus madres o padres no quieren o no pueden atenderles, sé mucho de eso, creedme. Son niños hechos sin amor, absolutamente especiales, supervivientes natos, pequeños soldados de corazón tullido que cubren con desconfianza su plato de comida o esconden plátanos debajo de la cama. Ada es una de ellos; tiene seis años, el pelo ensortijado y una de las sonrisas más sinceras y hermosas que he visto nunca. Si no cambia acabará convertida en modelo o bailarina o las dos cosas a la vez, porque sabe posar y tiene desparpajo. Esa risa abierta y su energía inagotable la hacen parecer tremendamente fuerte. Pero Ada es frágil como la rosa del Principito y cuando llega a casa se quita su traje de niña que se come el mundo, igual que Peter Pan se quedaba sin sombra. Y la fuerza de Ada se cuela por debajo de la puerta hasta el día siguiente.

Esta semana han resquebrajado un poco la urna de cristal que la protege y a mí me ha dolido, porque a Ada hay que tratarla con delicadeza, con guantes blancos como esos que usan los joyeros. Y no olvidar que no es lo mismo ser que parecer.

Lo maravilloso de la vida es que gracias al destino, también ella tiene ahora una hermosa habitación a la que regresar después del colegio, una habitación en la que reconstruir su vida, amor a raudales y hasta un precioso globo terráqueo de color rosa, porque rosa debe ser su mundo de ahora en adelante.

Así que ¡cuidado a Ada! siempre hay que tratarla con guantes de seda, como a los diamantes.

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