jueves, 4 de abril de 2013

PUTREFACCIÓN

La emperatriz Catalina de Rusia siempre fue una mujer inquieta. No le gustaba permanecer demasiado en palacio, a veces salia camuflada para pasear por las calles, incluso se carteaba con Voltaire y Diderot. El problema no hubiera ido más allá, si no le hubiese dado por emprender un viaje desde San Petersburgo a Moscú, para recorrer sus dominios y conocer la verdadera situación del pueblo ruso. Su primer ministro consciente de las tremendas condiciones de vida de los siervos, mandó construir unos gigantescos decorados teatrales, que cual pantallas, acompañaron todo el camino a los carruajes de la emperatriz. Así, Catalina, notaba que la cosa estaba chunga pero menos. Los campesinos le parecían bastante desarrapados y famélicos, sin embargo, encontraba sus casitas coquetonas y bien cuidadas. Los campos florecían cultivados y eso tranquilizaba una barbaridad, su creciente espíritu librepensador.
Tres siglos después los decorados, maquillajes, y subterfugios, siguen existiendo. Resortes del poder al servicio de hijas caídas en desgracia, tesoreros de mano larga y demás amorales de todo espectro y condición.
Pero hay algo que no puede disimularse eternamente, ni en la Rusia de Catalina, ni ahora, ese tufillo dulzón y pestilente de la carne en descomposición. Un olor molesto e inquietante, que se expande impregnando indefinidamente, cualquier cosa que se le cruza en el camino.
Los siervos, detrás del decorado, seguimos esperando.