miércoles, 26 de septiembre de 2012

AND THE OSCAR GOES TO…

A ciertas alturas de la vida uno  no está para chorradas. Ya no vale cualquier cosa y poco a poco sin saber porqué, te vas volviendo exigente. No quiero pensar que sea la antesala de la vejez, porque aun ando en los cuarenta, pero os aseguro que se trata de una verdad de manual. Yo  solo voy estando para mis amigos, para esas madres empáticas que convidan a mi hijo a su casa iluminándole la cara como si se hubiera tragado un neón, para conocidos con energía positiva, cenas con largas sobremesas donde arreglas el mundo entre copas y poco más. Intento no perder el tiempo e ir a lo bueno, a tiro hecho. Por decirlo finamente esta selección natural,  debe ser la madurez.
Así que hace unos meses mi jefe y yo, supervivientes ambos de enfermedades serias y hartos de batirnos el cobre con gente de toda condición, decidimos convocar una entrega de premios. No una de verdad, en las que tenemos practica, porque los eventos forman parte de nuestro trabajo diario, sino una intima de andar por casa. Otorgaríamos un premio, a la persona más agradable, que nos encontráramos dentro de nuestro entorno laboral.
Ambos valoramos la amabilidad, la naturalidad, la cercanía, la empatía y detestamos la prepotencia, la altanería, la grosería o el fingimiento.
Porque en el día a día, encuentras gilipollas, pero también muchísima gente maravillosa.
¿No me digáis que no es una buena idea? La fuimos madurando, instituimos el premio –una caja roja de Nestlé tamaño XL- una tarjeta expresando nuestras intenciones, totalmente inocentes como comprenderéis y por último una sonrisa gigante de infinito agradecimiento. (Asumo que me consideréis una autentica pirada, algo completamente conocido, sobre todo para los que leéis este blog regularmente desde hace tres años).
Así que solo nos quedaba localizar a los agraciados. Podíamos elegir desde funcionarias adorables que sobrellevan estoicamente los recortes, a camareras que en lugar de plantarte en los morros un triste cortado, te saludan, te sonríen y desempolvan la delicadeza de lunes a viernes.
Constituimos una terna de nominadas con Antonia la portera, Marisa la del bar de abajo y Dulce la cartera. Aunque las tres son estupendas, ganó Dulce por goleada.
Organizamos la entrega del galardón “1ª Edición del No puede ser Vd. más estupenda/o” en la sala de juntas, con todo el glamour posible pero sin alfombra roja. Preparamos la caja de bombones, unos cafés con pastas de té y toda la solemnidad que pudimos reunir. Dulce que hace honor a su nombre, estaba completamente perpleja y no acababa de dar crédito a lo que los “zumbados” del ático le habían organizado. Nos contó que es maestra, que tiene un hijo médico, que le cuesta arrastrar el carro porque la espalda la está matando. Y nosotros agradecimos su sonrisa, que nos guarde los certificados o que nos pregunte siempre de corazón, por nuestra maltrecha salud.
Poco después, colorada como un tomate y abrazada a la caja roja tamaño XL se fue a seguir repartiendo cartas.
Antonia la portera, no tardó ni dos minutos en contarnos que bajó llorando, porque nadie nunca en veinte años, le había dicho que era una cartera sensacional.
Así que ahora como los supermanes justicieros que somos, ya estamos preparando la segunda edición.

Que tiemblen los Nobel, andamos pisándoles los talones.





lunes, 17 de septiembre de 2012

ORTOGRAFIA APARTE

A veces me canso, como todas. De repartirme como un pulpo. De recoger, de planchar, de repasar la mochila de mi hijo, de dar órdenes en plan capitán del ejército, “esa habitación, esos zapatos, ¿te has tomado el vaso de leche?…”
Me canso de la reiteración, porque el de madre es un oficio con pocas novedades, sin escapadas de trabajo que permitan desconectar, con muchas horas de súper, o de esperar en las puertas de la piscina o el conservatorio. Un trabajo de 24 horas como las farmacias de guardia. Con enfados, risas y ratos de amor sin fin. Un trabajo de emociones cambiantes como esos días de tormentas veraniegas.
La otra mañana encontré un mensaje debajo de mi almohada, M. con una vieja máquina de escribir lo había redactado en el desván de nuestra casa.

"querida mama muchas beces me pongo nervioso y no me puedo controlar y abeces me porto un poco mal
pero yo te quiero mucho con todo mi corazon yo me esfuerzo en enfadarme menos y en muchas cosas mas yono soy perfecto pero os quiero a todos y tengo buena suerte de que tenga una familia que me quiere tanto tengo un ogar"

De pequeña mi madre contaba, que Aristóteles Onassis (un millonario de la época) conquistaba a diario a su mujer Jacqueline Kennedy escondiendo diamantes en los lugares más peregrinos, la servilleta del desayuno, la almohada, un frasco de crema hidratante… Y jugaban a encontrarlos en plan gymkana.

¿Quién necesita brillantes, teniendo un “ogar”?



jueves, 13 de septiembre de 2012

FINIS TERRAE

A los nueve años realicé mi primera declaración de matrimonio. Si tomé la iniciativa a una edad tan precoz fue porque tengo muy claras algunas preferencias y siempre he sido una mujer decidida.

Cada tarde al salir del cole pasaba por el negocio de mi padre, le plantaba un par de sonoros besos con abrazo, merendaba, hacia los deberes y como fin de fiesta, él me acompañaba en una visita fugaz a los helados italianos. Esa heladería que estaba a tiro de piedra de su despacho, era y es, el sancta sanctorum del placer. De los cincuenta tipos de helados que fabricaban, el de nata, era con diferencia mi favorito. Aunque en honor a la verdad jamás he probado otro. Era tanta mi devoción por la nata y tan fuerte el recuerdo de aquellas tardes redondas, que nunca he modificado el menú. Ya veis, en lo gastronómico, soy de ideas fijas.
Como mis visitas eran tan frecuentes, el dueño siempre terminaba charlando unos minutos con su clienta más fiel. Así un buen día le pregunté sin recato ni pudor, si tenía algún hijo de mi edad. Y cuando me lo podía presentar. Sorprendido me dijo que para que quería conocer a su hijo. Yo con total naturalidad contesté “pues para casarme con él”. Desde aquello las terrinas de nata se incorporaron al cajón de sastre de mis referentes, unidas a las violetas de la casa de los caramelos, al asadillo de mi suegra, al agua de Rochas de mi primera entrevista de trabajo… Porque convendréis conmigo que los olores y sabores tiene algo tremendamente evocador. Te trasladan como en una máquina del tiempo y eres capaz de verte con el babero del colegio, con un primer novio, o en la cocina de la abuela.
Con el tiempo, algunas de esas evocaciones van quedando en el camino, como el asadillo que mi suegra olvidó en las primeras fases de su Alzheimer devastador. Otras como el helado o las violetas aun permanecen anclados a mi vida 40 años después. Y me son muy necesarios, resultan tranquilizadores, firmes, inamovibles.

Ayer cuando oí al ministro de economía amenazar con la insostenibilidad de todas las prestaciones sociales. Me eché a temblar, apreté a correr y me hice con vasito de helado de nata tamaño XL.

Navegamos sin rumbo conocido y no tenemos ancla.