viernes, 11 de noviembre de 2011

IMAGINE

El otro día atendí en el despacho a un joven ejecutivo que quería venderme las ventajas del coaching empresarial. Generalmente soy muy blanda y aguanto estoicamente cualquier dislate que me cuenten, primero porque todo el mundo tiene derecho a ganarse la vida - y más en estos tiempos – y segundo porque me apasiona charlar con desconocidos. Observo su estilo, su aspecto y los detalles interesantes, los almaceno en mi cajón de personajes disponibles para futuras historias. Mentalmente soy capaz de seguir el discurso, diseccionar la apariencia y repasar la lista de la compra, con una cara de completa concentración digna de la alumna más solicita.

Es lo que tiene ser malabarista profesional, te divide el cerebro.

En un momento de aquella conversación el chico tuvo a bien preguntarme por mis años, una vez hube respondido con la verdad más absoluta, ladeó la cabeza y comentó con cierta suficiencia, lo problemático de mi edad dentro del actual mercado laboral (la mía y no te cuento la de los 5.000.000 de parados). La charla siguió adelante mientras yo repasaba mentalmente los ingredientes del pastel de morcilla con crema de manzana, pero sufrió otro profundo traspiés al recordarme que tenía por delante  20 años de actividad laboral y escasas posibilidades de encontrar un nuevo empleo si el que tengo se va al garete.

Este tío me estaba empezando a tocar las narices de manera notable, así que desterré la lista de mercadona y tomé las riendas de la conversación para soltar la bomba, mi especial contra pesados tocapelotas/narices.

“Yo es que trabajo por placer, en realidad soy rentista”.

Desarmado, abatido, perplejo, planchao, ojiplatico que dirían en Sálvame, así lo dejé.

De vuelta a casa ya aliviada, empecé a pensar en que será de nosotros, de mis amigos sin empleo, de mi familia en la cuerda floja, porque lo de que soy rentista lamentablemente es trola. En momentos como ese el plan B toma la delantera y me inunda por completo. Me veo con total naturalidad cultivando melocotones y vendiéndolos en los mercadillos de la comarca, en una furgoneta con micrófono, para que mi hijo vocee los productos. Tampoco tengo precio haciendo mermelada de tomate, por no hablar de lo espectaculares que resultan las cervezas frías en la terraza de mi destartalada casa de pueblo.
A estas alturas mi ánimo va de subidón y ando ligera conduciendo el carrito del súper (al que he de confesar no sé muy bien cómo he llegado). Me vengo arriba echando dentro toneladas de chocolate e imaginando que fundo, como en aquella película, una empresa de compotas caseras, que inevitablemente acabará convertida en proveedora exclusiva de Carrefour. O me veo alquilando habitaciones deliciosas los fines de semana, o llevando a la panadería mi arroz especial para que lo cuezan con leña.

De repente descubro asombrada que me he equivocado y en lugar de puré de manzana acabo de echar al carro dos sprays mata cucarachas, así que antes de acabar exterminada por distraída, vuelvo en mí, termino la compra como Dios me da a entender y me largo a casa sin dispersarme más.

Qué razón tenía el ejecutivo, soy casi vieja, chiflada y con un futuro laboral incierto, como no me toque la Once está noche voy apañada…

Desde ya admito reservas para mi imaginaria casa rural.





jueves, 3 de noviembre de 2011

WATERLOO

Tengo el cuerpo plagado de cicatrices, igualito al de un torero. La más grande se extiende desde el pecho hasta debajo de la pelvis, donde se bifurca formando una especie de ancla. Una amiga la llama con humor “tu panamericana” como la famosa autopista, por lo grande de su extensión. Es profunda y su color oscuro nunca se ha mimetizado con el resto de mi piel.
No me duele, ni me molesta con los cambios de tiempo, pero cada mañana cuando me enfrento a ella en el espejo del baño, recuerdo porque está ahí. Es un instante fugaz al deslizarme dentro de la ducha. Os confesaré que pasé casi seis meses sin atreverme a mirarla. Incluso a veces me duchaba con una camiseta de tirantes para intentar ocultar su rastro. Como los niños que se esconden tras un cojín y chillan absolutamente convencidos de que se han vuelto invisibles: “el nene no está”.
Con el tiempo y los consejos de mi jefe, especialista en historia bélica, he terminado asumiéndola casi como un signo de triunfo militar y ahora convivimos en una especie de entente cordial, yo la miro de refilón y ella comienza a desdibujarse.
Arriba he dicho que no duele y he mentido, no lo hace habitualmente pero hay días con malas noticias, días en los que descubres que alguien a quien aprecias o quieres va a unirse a ese ejercito de cicatrizados invisibles. Entonces te cagas en todo, porque quisieras evitar ese calvario y te abruman las imágenes los pasillos, las batas, ese olor, la incertidumbre, la esperanza siempre, el amor, el miedo, casi te ves de nuevo en mitad de aquel campo de batalla. Quisieras ser la de antes, la que no gruñía, la que viajaba sin parar, la divertida, pero sabes que caíste herida y que esa Amparo ya no existe.

Y todo vuelve como una bofetada.

Ese día, hoy, mi panamericana duele profundamente.