sábado, 13 de noviembre de 2010

BOLSILLOS

Cuando una no tiene un vestidor de millonaria cambiar la ropa de temporada es un autentico suplicio. En mi casa solo hay un armario grande para tres personas, así que tengo que aguzar el ingenio para conseguir guardar mantas, abrigos, botas de agua, toallas de playa, gorros o bañadores...
Paso al menos cinco o seis días ejecutando una autentica estrategia militar, hasta conseguir colocar la ropa de verano y otros tantos lavando y planchando la de invierno. Es un proceso enojoso, nada creativo y tiene un punto de sufrimiento añadido, cuando decido desprenderme de alguna de las prendas más antiguas, por necesidades obvias de espacio y/o mutación de talla.
Sin embargo como en todo, hay momentos luminosos. Mi favorito es la revisión de bolsillos. Soy muy despistada, cambio a menudo de bolso así que termino convertida en una especie de pulgarcita cuarentona que deja un montón de rastros a su paso.
Porque los bolsillos de una ama de casa/madre/trabajadora a tiempo parcial/escritora aficionada/señora de la limpieza son como una aspiradora gigante que recoge los objetos más dispares. Cordones de zapatos, botones que jamás volverán a su ojal, calcetines viudos que perdieron su pareja en un universo paralelo, pañuelos llenos de mocos y lagrimas infantiles (si da asco, pero es real como la vida misma), olvidados dibujos de Maksim llenos de zombis (es fan entregado de Michael Jakson), tapones de botellas de cava que guardé las navidades pasadas, intentando atesorarlos como talismanes del buen rollo, billetes de metro, trozos de cuentos a medio escribir, números de teléfono sin nombre, citas con el pediatra, piezas de lego, tarjetas de fontaneros, coches de batman o papeles para reparto de comida a domicilio. Verdaderos cachitos de vida escondidos. A veces siento deseos de montar un mercadillo con semejante mercancía por buscarle sentido a mi degradación neuronal más que nada.
Poniéndome romántica me chiflaría encontrar mensajes secretos en un posit amarillo o una vieja carta de amor medio escondida de esas que Román y yo escribíamos cuando Internet no era más que el sueño loco de algún visionario. Pero si he de ser sincera esto no ocurre a menudo. Gracias a Dios soy la única urraca que atesora objetos sin sentido, los hombres aparte de más prosaicos recogen menos la casa. Y en sus bolsillos no encuentro demasiado misterio. Eso o mi marido tiene una amante desde hace años y se desprende automáticamente de cualquier prueba del delito que yo pueda olfatear. Este año decidí convocar un premio al mejor y peor objeto localizado en el fondo de los bolsillos que pueblan mi vida. Era un intento vano de realizar una terapía que me permita rehabilitarme de cara a la temporada que viene.
El peor con diferencia fue un chicle solidificado junto a un caramelo de menta (soy un desastre, lo sé).
Como mejores exequo escogí sin duda 40 euros localizados en un viejo monedero (que placer Dios mio) y una de esas fotos terribles que se hacen en las estaciones con forma de corazón donde toda la familia posamos con cara de delincuentes habituales, pero que en definitiva no deja de tener su gracia.
Para celebrarlo llamé al teléfono del restaurante a domicilio, esa noche cenamos pizza

miércoles, 10 de noviembre de 2010

ENCANTADORES

Últimamente mi confianza en la bondad de la naturaleza humana no está en su mejor momento. No es que crea que todo hijo de vecino es un asesino en serie, pero he tenido épocas mejores, la verdad. Casi a diario encuentro gente que se pelea en el centro de salud o en una calle atascada, por no hablar de  nuestros politicos o de esa gente enfurecida que inunda los programas de televisión. No me resulta nada alentador.
Así que el otro día muerta de aburrimiento en el metro, con mi voyeurismo habitual, decidí iniciar mi particular experimento sociológico. Escruté  el vagón buscando gente sonriente, me conformaba incluso con alguien que me transmitiera una sensación positiva sin necesidad de mostrar una sonrisa luminosa.
Al principio, reconozco que no ví a nadie, todo el mundo incluida yo, parecía un poco enfadado con el mundo, o por el madrugón o por su mujer, o por el jefe, o por la crisis o por las hemorroides, que no nos engañemos son de lo más molestas. Pero después de mucho fijarme descubrí a una mujer de mediana edad que cede su asiento a una madre joven con bebe y lo hace con una sonrisa cálida y cierra su libro y se zambulle en el vaivén que sacude el vagón y la sonrisa permanece estática sin borrase de su cara.
Bueno ya tengo una.
Salgo del metro y me dirijo hacia el ministerio de Hacienda completamente convencida de que no voy a ser capaz de localizar a un solo ser humano alegre en ese descomunal edificio. Pero el señor de seguridad al que pido información, me sonríe cercano y me acompaña hasta el cuarto piso. No doy crédito, no tiene porque hacerlo pero se toma la molestia y me comenta “que buen día hace hoy parece mentira que ya sea noviembre...” Y yo atónita me dejo guiar por los pasillos serpenteantes, completamente sorprendida ante esa conjura de gente encantadora que  ha comenzado a cruzarse por sorpresa en mi anodino día a día.
Ya llevamos dos.
Mi médica rellena las recetas del tratamiento y celebra emocionada lo bien que estoy, lo mucho que se alegra de verme así y me dedica una sonrisa entusiasta. Incluso por la tarde la cajera del supermercado que debe estar hasta el moño de deslizar productos ante el lector del código de barras, sonríe ante las gracias de mi hijo y se recrea y charla con él interesada, ajena a su maquina registradora ignorando la cola creciente de clientes que esperan tras de mí. Ya son cuatro.
Hasta Lucas el cartero se toma la molestia de decirme que no firme el certificado que me trae “ es una multa de trafico, si quieres pongo que no estabas en casa”.
Al cerrar la puerta soy yo la que sonríe. Definitivamente hay días con estrella, llenos de eslabones invisibles como los de una cadena. Será cuestión de observar, de mirar mejor como cuando buscas setas. Y me pego a ellos, esperando que sea contagioso, que se trate de una gripe sin fiebre o de una secta que me acepté entre sus devotos.

Siempre, hasta en los lugares más inverosímiles, hay reductos de buen rollo. Me voy a meditación.