martes, 27 de julio de 2010

CICATRICES

Este cuentecito fue el primero que escribí, por favor sed tolerantes.



Manuela siempre cuidó de mí, planchaba el uniforme, preparaba la cena, peinaba mis trenzas y frotaba con colonia Nenuco mi espalda después del baño. Ella me recogía en la puerta del colegio cada tarde, se ocupaba de que mi habitación estuviera siempre limpia y caliente, me abrazaba fuerte si tenía pesadillas y vigilaba mi caligrafía sin descanso. Nadie más escuchaba que Sor Julia me tenía manía o que las matemáticas me resultaban confusas.
No recuerdo a mi madre, murió cuando yo rondaba los cuatro años, a veces miro viejas fotografías esperando descubrir alguna conexión, su sonrisa, su olor, la voz quizá, pero nada, solo encuentro una completa desconocida que baila con papá en una fiesta, la señora guapa que me mantiene en brazos y sonríe a la cámara, o la novia que lanza el ramo de espaldas muerta de risa.
Después del accidente, mi padre encontró trabajo en Barcelona, es médico y debió pensar que un cambio de aires nos vendría bien a ambos, yo me quedé unos meses con una tía mientras él escapaba. Buscó piso cerca del hospital, colegio para mí, cortinas, muebles… supongo que como pudo, empezó a curarse el corazón y encontró a Manuela.
Ella también escapaba de algo, así que fue sencillo encajar desde el principio. Rondaba los cincuenta era lo suficientemente madura y poco atractiva para no despertar sospechas, un viudo solitario y la mujer que cuida a su hija... además el tiempo la confirmó como una verdadera profesional.
No sé que vio mi padre en ella, ni porqué la eligió, nunca había trabajado con niños, ni tenía unas referencias extraordinarias, nada a simple vista la hacía adecuada, quizá los dos estaban tremendamente perdidos y supieron reconocerse.
Siempre me contaba que cuando descubrió el anuncio de La Vanguardia estaba sentada en un café de la Plaza Real tomando una Coca Cola “SEÑORA SOLA DE MEDIANA EDAD, DEDICACIÓN ABSOLUTA, BUENAS CONDICIONES ECONOMICAS, Ronda Sant Gervasi, 27-4º”, lo subrayó con un boli y llamó inmediatamente, su vida estaba completamente vacía así que necesitaba algo de aquella dedicación absoluta.
La jornada abarcaba veinticuatro horas, no había demasiados días libres, mi padre se escondía trabajando y viajando sin parar, así que durante casi diez años estuvimos solas y unidas. No le echamos demasiado en falta, la verdad, aunque nos alegraba su regreso del trabajo o los regalos que traía de aquellos sitios tan lejanos marcados en mi atlas.
Juntas descubrimos el barrio y la ciudad, el colegio y el ultramarinos de la esquina, era Manuela a quien yo besaba por las noches y a quien encontraba preparando la comida. Consiguió que nunca me sintiera sola, creo que tenía poderes y se multiplicaba; si lloraba me hacía reír, si reía prolongaba mi risa y llenaba mi casa de niñas del colegio que se zampaban montañas de bocadillos de jamón con tomate para que siempre tuviera compañía y hasta claudicaba a que patinase por el pasillo alguna que otra vez con el vecino del 2º. Sin embargo con los deberes y la higiene era implacable, no perdonaba ni diez minutos para ver los dibujos de la tele. ¡Ni hablar, cuando termines, antes no! A ver esas manos. ¿Y las orejas? No olvides los dientes”.
¿Porqué la vida de Manuela estaba completamente vacía aquel mes de abril del 80?; ¿Qué pérdida, qué crisis o qué dolor tan fuerte la habían depositado en aquella absoluta soledad? ¿Porqué abandonó su ciudad y a su marido, a la poca familia que la arraigaba en alguna parte? Durante toda mi infancia intenté encontrar respuestas, pero solo recibí historias de juventud, los juegos con sus hermanos, lo mucho que le gustaba la escuela y bañarse en el río. De los años anteriores a su llegada a mí, nada de nada.
Parecía que no tuviera pasado, que su vida arrancara la mañana en que la vi por primera vez en el descansillo vestida de gris y con su maleta verde en la mano, como una Mary Poppins novata dispuesta a entrar en mi vida.
Su abuela siempre le contó que el amor verdadero era como una canción, la mujer era el piano, la guitarra o incluso el violín de las fiestas patronales, tenía dentro toda la música guardada, hasta que la persona adecuada tocaba la partitura completa, con decisión y soltura, sin saltarse una nota.
El día que conoció a Nicolás fue como si la sinfónica de Londres le diera una serenata. No tenía costumbre, la verdad, porque su marido nunca tocó las teclas adecuadas y con el tiempo se le acabaron la pasión y la paciencia.
Eran dueños de una antigua pastelería en el casco viejo de Murcia, un local totalmente cubierto de madera, que pedía a gritos una reforma, con estantes de cristal y espejos desgastados donde las señoras retocaban su maquillaje mientras esperaban turno, porque eso sí, los pasteles de Manuela y Pedro merecían la pena.
Hasta entonces había tenido una vida relativamente cómoda. Trabajó desde jovencita en Dulces Martínez-La Fuente y acabó casándose con el dueño, creyó que le amaba y como en todo, se empleó concienzudamente. Le ayudó en el negocio, cuidó con paciencia sin fin de su madre enferma, preparó durante años la ropa de cada día, sus comidas, le acompañó de pesca y llevó las cuentas de la pastelería con una minuciosidad digna de elogio.
Al principio puso ilusión además de disciplina pero con el tiempo fue perdiendo energías, no es que Pedro fuera hosco y no la hiciera gozar, disfrutó bastante con él, pero nunca había palabras cariñosas o una invitación al cine: “No podemos Manuela, madrugo tanto...” o un plan para unas buenas vacaciones, una cena en alguno de aquellos restaurantes caros que compraban sus dulces.
Con aquella misma disciplina enterró a su suegra, reformó el negocio y se sorprendió un buen día cuando descubrió el saldo del banco. “Casi somos ricos” pensó. Como si viese los apuntes de aquella cuenta por primera vez.
Nicolás entró en su vida como un cliente más, otro de los muchos que alababa la tarta de manzana de su marido o la crema del brazo de gitano, trabajaba en el banco donde Manuela hacia los ingresos cada mañana y como casi todos, siempre que paseaba por el centro entraba a merendar. Era un hombre bajito y simpático tenia su trabajo en el banco de ocho a tres, un matrimonio vulgar y dos hijos pequeños que le acompañaban a menudo. Los pasteles tuvieron la culpa de que se hicieran amigos y de ahí a “tocar la partitura completa sin saltarse ni una nota” hubo solo un paso.
La hizo reír con facilidad, con un humor fresco desconocido para ella, le alababa un cambio de peinado, el color de los labios o incluso un broche nuevo. Comenzó a conquistarla con pequeños detalles, sin prisas, su sonrisa y aquella filosofía distraída con la que encaraba los reveses de la vida hicieron el resto.
Fue sencillo, Manuela rondaba los 40, no tenía hijos y estaba pidiendo a gritos una ilusión. Nicolás le brindó atención y alegría ¿Existe mejor afrodisíaco? Rápidamente se desdibujaron su puntualidad británica y aquel talento innato para los asientos contables. Un día cualquiera descubrió simplemente, que ya no podía vivir sin él.
Nunca se planteó ser infiel, nunca reflexionó ni tuvo dudas, para ella ver a Nicolás cada mañana e inventar escusas tres tardes por semana se convirtió en la cosa más natural del mundo, sin remordimientos. No se sintió culpable, se sintió viva. Llena de ímpetu al pintarse la boca, al ponerse las medias o el perfume. Segura que antes de una hora no quedaría en su piel rastro alguno de aquel carmín o aquel olor.
Evidentemente Manuela ya no amaba a su marido si es que lo hizo alguna vez, se sentía sola, quería que algo en su vida cambiara, “no más facturas de la fabrica de harinas”, “no quiero envejecer contigo” “quiero que me quieran, que me quieran, que me quieran...”
Nicolás buscaba un placer físico que nunca obtuvo de su mujer y terminó jugando desnudo al escondite las tardes de primavera. Ambos se iban llenando, sin compromisos al principio, ni ataduras, ni promesas.
Se descubrían violentamente como si cada empujón les apartase un poco más del vacío de sus vidas, aprendieron sus rincones con una curiosidad casi científica y se dieron placer y compañía durante años.
Pedro consintió que su mujer fuera a la peluquería dos veces por semana y de compras cada sábado, contrató a dos señoritas para atender el mostrador pero nunca acabó de comprender porqué regresaba a casa como recién salida de un huracán sin rastro de tinte o laca y sin ningún traje nuevo. Era mucho más fácil recrearse en los pasteles nupciales, en la nata montada o en poner las claras a punto de nieve. Definitivamente la repostería le ayudó a sobrellevar la traición.
Después de tres años la pasión del principio se esfumó como por arte de magia. Manuela necesitaba también los martes jueves y domingos, quería dejar de ser la otra para ser la una, la que durmiera con él y le planchase la ropa. Sabía que la quería, pero también estaba convencida que el momento de las decisiones había llegado.
Tuvo suerte y el destino las tomó por ella.
Una mañana paseaba distraída por el barrio, pensaba que aun era tiempo de todo, de empezar, de convivir, quizá hasta de un hijo propio, era una de esas mañanas claras y calurosas en las que parece que nada malo puede ocurrir hasta que sucede.
Al cruzar un callejón, no miró y una moto se la llevó por delante, su cuerpo voló exactamente 11 metros y 27 centímetros según indicó la Policía Local, llegó al hospital inconsciente y mal herida. Pasó cuatro días en coma y Pedro escuchó como una y otra vez solo una palabra salía de sus labios inmóviles: “Nicolás, Nicolás, Nicolás” después de aquello ni el chantilly ni la mousse de chocolate pudieron sostenerle la venda por más tiempo.
Tardó mucho en sanar, sus costillas se asentaron lentamente y su cadera fue operada hasta tres veces, cuando consiguió por fin abandonar el hospital solo un pensamiento llenaba sus días, volver a verle y escapar con él. Pedro la perdonaría, pero ella no quería ser perdonada quería estar junto aquel hombre que la hacia sentir viva, madura, poco agraciada, cansada, harta de todo... pero viva.
No podía perder aquel tren, lo dejarían todo, familia, seguridad, pasteles, hijos, lo que hiciera falta. Nunca pensó que él fallara, que no la secundara, no podía saberlo.
Le pesó su familia, aquella mujer insatisfecha que administraba su jornal, aquellos hijos ajenos que nunca hubieran sido tan cercanos como los que le hubiera dado Manuela, le pesaron sus jefes del banco, el escándalo en el vecindario y dijo no. “No puedo, sigamos así, así para siempre”. Y decidió perder el tren.
.JURO POR DIOS QUE TE VOY A OLVIDAR, JURO POR DIOS QUE TE VOY A OLVIDAR...” Esa frase la repitió mil veces durante las siete horas que duraba el viaje entre Murcia y Barcelona, los compañeros de asiento le ofrecían chorizo y tortilla de patatas pero ella mantenía la mirada fija en el cristal, además hacía tiempo que había perdido el apetito.
Manuela murió hace dos meses, fue de repente, un ataque al corazón dijo el médico del SAMUR. Los últimos años los pasó en el sobre-ático de Sant Gervasi, cuando quedó libre mi padre lo compró para ella, eran tres habitaciones con una terraza inmensa, allí pasaba casi todo su tiempo, le encantaba escuchar la radio con Barcelona a sus pies. Llenó la terraza de plantas y se compró un gato. Por las mañanas ayudaba en casa, todavía hacia la colada o preparaba la comida. Crió a mis nuevos hermanos con la misma dedicación que empleó conmigo aunque las fuerzas comenzaban a fallarle. Por las tardes cuando regresaba del trabajo me gustaba compartir un ratito con ella, le contaba como había ido el día en la oficina o el poco caso que me hacía el último hombre ideal que acababa de conocer, ella escuchaba mientras acariciaba a Nicolás. Parecía feliz viendo las puestas de sol o regando las plantas. Para su funeral pudimos localizar a sus hermanos, nadie más vino, ni rastro de su antiguo marido, ni amigos... solo nosotros y la gente del barrio.
Unos días después conseguí permiso de mi padre para ocupar el sobre-ático, adopté a Nicolás y comencé a ocuparme de las plantas. Una casa de mudanzas vació el piso, rescaté su mecedora y un mueble antiguo que trajo del pueblo. Encima coloqué la foto que nos hicieron en el Tibidabo comiendo algodón de azúcar y me dispuse a vivir en su lugar.
Lo más doloroso fue embalar sus libros, las novelas de Ágata Cristie o aquellas de amor y lujo que compraba en el kiosco de la esquina y que la volvían loca. Las fotos de sus sobrinos tomando la primera comunión, yendo al servicio militar o leer las anotaciones traseras de mis propias fotografías “Ana María cumple 7, 8, 9... años” “Ana María en la playa de Sant Feliu”, las postales de mis viajes “Querida Manuela: París es precioso, he visto el arco del Triunfo y mañana subiremos a la Torre Eiffel. Te he comprado un perfume que huele a violetas. Besos para todos. Ana M. Posdata: No te preocupes, hace frío, pero no me quito el plumas ni para dormir”. El vestido azul que le regalé y que solo conseguí verle puesto un día de Navidad, sus pendientes baratos o el collar de perlas que mi padre le compró en Japón con el estuche de terciopelo granate, más nuevo que el primer día.
Y entre los restos del naufragio aparecieron tres cartas sin abrir y sin remite dirigidas a MANUELA MARTÍN FONSECA CARAVACA DE LA CRUZ (MURCIA). Las firmaba Nicolás Por no querer leerlas nunca supo que pagó cara su cobardía, que la buscó por todas partes, especialmente en el fondo de los vasos de vino peleón con los que se machacaba el hígado, que su mujer jamás le perdonó, que incluso le echaron de casa por que no pudo evitar inscribir con su nombre a la última de sus hijas. Que sin ella perdió el rumbo, se le agrió el humor y solo borracho conseguía reír y recordar.

Pero bueno, quizá ahora ya lo sabe.
La semana pasada llamé al marmolista que talla su lápida para que incluyera dos nombres. Hoy he venido a verla colocada y a dejarle unas flores, “Tu marido Nicolás y tu hija Ana María”
- ¡Pero oiga, yo le dije solo los nombres!, ¿Porqué ha puesto marido e hija?
- Deduje...
- ¡Pues dedujo mal!
- ¡Está bien, se puede repetir, no se disguste, la tallaremos de nuevo!
- No... Déjelo así, no está mal del todo.

Pienso que a ella en el fondo no le hubiera importado, al fin y al cabo, fue mi madre de corazón y acabó llamando Nicolás al gato.

2 comentarios:

  1. He estado a punto de perder el hilo cuando has comenzado a explicar la vida de Manuela, es un cambio un poco rápido, sin transición, pero me ha encantado la historia y por lo demás está muy bien descrita.
    Saludos

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