viernes, 19 de febrero de 2010

ZARA FOREVER

No soy una reina del glamour, nunca lo he sido la verdad, me molan las tiendas de barrio y los mercadillos, especialmente el de Pelayo, que cada martes disecciono con Bea y Rachele, dos mamis de cole, que comparten mi espíritu expedicionario y donde acabo comprando marcos de foto, toallas portuguesas o zapatos de plataforma… No tengo dinero para moda que pase de la media, así que no me busquéis en tiendas de sensacional ropa de firma.

Aún así todas tenemos un santuario, Audrey Hepburn se escondía en Tiffanys “donde nada malo podía sucederle” y se paseaba entre diamantes comiendo croissants recién hechos, yo obviamente no llego a tanto, pero durante años el Zara de la calle Colón ha sido mi Tifannys de andar por casa, a veces con amigas a veces sola, incluso con Max cuando iba en carrito, he consumido tardes probándome vaqueros imposibles para mi legendaria talla 42, en esa tienda que ha ido creciendo conmigo, me he visto guapa, fea, delgada, gorda, he sonreido o derramado silenciosas lagrimillas al ver mi tripa llena de cicatrices después de alguna operación, he reido como una loca al encontrar una ganga que me sentaba como un guante y he sentido la envidia corroerme al ver como le caen los pantalones a la guarra de Pilar.
D. Amancio me debe mucho, parte de su imperio ha salido de la fidelidad de mis modestos bolsillos, porque es una tienda anónima donde ninguna dulce señorita te pregunta como te sienta el vestidito en cuestión. Tú misma escoges, haces cola y a otra cosa mariposa. He de decir que no tengo comisión, aunque quizás reenvíe esta historia a su departamento de marketing (por si cae algo, más que nada).
El otro día había cena de madres del cole y me encontraba especialmente baja de moral, los quistes habían aparecido ya en escena y yo barruntaba que esta vez la cosa era especialmente seria, así que a la salida del curro me metí en el Cortefiel de la plaza de toros en busca de un vestido que me sentara bien, fuera barato y me hiciera parecer todo lo sana que definitivamente no estoy.
Cogí un par de trajes (que luego me compré) y me fui al probador, no tienen puerta, solo una gruesa cortina, fue cerrarla, quedarme en bolas y ponerme a llorar todo a la vez, pero no sollozar un poquito, en plan silencioso, nooooo!!!! Llorar a lo bestia, sorbiendo los mocos sin recato ninguno, en plan niño de tres años, sin pataleta eso si.
Y me tiré un buen rato, constatando lo blanca y descolgada que estoy sin poder parar de llorar, entre hipo e hipo conseguí colocarme los dos trajes y ver que, pese a la decrepitud, me sentaban como un pincel por delante y por detrás. Cuando ya empezaba a recobrar la compostura, sin previo aviso una dependienta loca por vender en su primer día de rebajas o pensando que me había dado un infarto y estaba muerta en el probador, descorrió la cortina sin un triste ¿Cómo le queda señoraaaa???!! Yo no podía consentir que una absoluta desconocida descubriese mis vergüenzas así a bote pronto, por no hablar de mis ojos rojos, los mocos, las bragas de día de regla… un auténtico poema. Así que solo se me ocurrió lanzarle uno de los vestidos prácticamente a la cara y decirle:

- ¡Una XL señorita, necesito una XL!
Corrí la cortina con una fuerza hercúlea y allí fuera se quedó la vendedora con el traje en la cabeza.

Pasado un rato, con las lágrimas ya secas y una pequeña sonrisa de niña traviesa en la cara, me atreví a salir de mi escondrijo, fuí a la caja, donde las empleadas me observaban con un “esta es la loca del probador” escrito en sus frentes, pagué los dos vestidos y me largué a casa, un poquito más relajada eso sí.

Definitivamente en casa de D. Amancio no pasan estas cosas…

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