martes, 17 de diciembre de 2013

POR PEDIR QUE NO QUEDE

Pido humor, tortillas de patata, ronroneos, sueños, sorpresas, cervecitas frescas, salud, un pijama molón, un viaje alucinante, colonia, volar en globo, intentar comportarme bien casi siempre, ser generosa, irradiar el mejor rollo posible, no tomarme nunca en serio porque resulta una pesadez, pedir perdón y agradecer, pido chocolate con buñuelos, un cursillo para aprender a bailar tango, desdramatizar, dar besos, paseos largos por mi pueblo, volver a dibujar, creer que puedo hacerlo bien, sacar algunas carcajadas que llevo dentro, echarlas a volar hasta que me duelan las mandíbulas, paciencia para educar lo suficientemente bien con los menos gritos posibles, esperanza y lucidez, cenas mejicanas con mojitos, tardes de lectura frente a la chimenea. Pido ánimo para sobrellevar ausencias, para sonreír más, baños en el mar con bikini sin vergüenza de enseñar las profundas cicatrices, consuelo para quien lo necesite, ganas de celebrar que si no luego esto se acaba en nada y no nos luce, correr mundo cuanto más mejor, como cuando de pequeña jugaba con Nicolás a ser exploradora en la jungla del descansillo. Pido tardes a la bartola en la azotea de mi pueblo mientras las sábanas se secan al sol y me golpean con fuerza, pido honradez, honor y vergüenza a quienes no los tienen. Alegría, mulas y bueyes que ya no pintan nada, estrellas a las que mirar recordando, pido cohesión, paellitas en la playa, amabilidad, historias que me roben el corazón para que esto continue y seguro que olvido montañas de cosas esenciales. Lo dejo en vuestras manos.



miércoles, 4 de diciembre de 2013

BANCOS DONDE SENTARSE

Todos tenemos lugares favoritos sin saber porqué. No hablo del sillón orejero con libro y mantita, sino de una calle, un parque o un bar. Paisaje urbano con recuerdos.

Yo tengo algunos. En unos busco inspiración, en otros sueño con imposibles y en otro a veces me pongo a llorar.
Curiosamente esos espacios son bancos de piedra. Así que algún día preparo un picnic y decido dejarme caer. Recojo una servilleta floreada compro un té calentito, un sándwich integral de salmón, huevo y rúcula, me vengo arriba con una deliciosa magdalena de manzana y finalizo con un par de mandarinas. Mientras camino hacia el banco del día, me imagino como una caperucita casi cincuentona alegre o triste según se tercie.

El banco primavera está en un coqueto jardín del siglo XIX junto a un palacete donde se celebran bodas. Alguna que otra vez el fotógrafo de turno me ha pedido auxilio y soy toda una experta estirando colas de encaje o sosteniendo ramos de flores.

Me refugio al final de un túnel de hiedra junto a una fuente y capturo los rayos de sol que se cuelan, incorporándolos a mi solitario menú. Leo bastante, aunque de refilón miro sin cortarme a los críos de al lado que se comen a besos y noto como mi sonrisa crece despacito y brindo por ese amor con un sorbito de té. Dejo el libro e imagino que acaban de conocerse que comparten clase y que están locos por abrirse en canal para saber todo absolutamente todo, el uno del otro. Este banco es un completo placer. Cuando termino mi “tea for one” y salgo a la luz, siento calorcito y alegría y me gustaría estar en casa para empezar a repartir besos a diestro y siniestro.

El banco Di Caprio en Titanic, está en la azotea del edificio donde trabajo. A la altura de un piso 14, veo el mar, las montañas y casi cualquier finca que despunte. Me gusta imaginar cómo serán las vidas tras todas esas ventanas, cuantos salones alegres o dormitorios sin amor se esconden en esos muros. Millones de historias fabulosas, seguro. Entonces, entre bocado y bocado, sueño que abandono para siempre mi zona de confort. Me veo acabando esa interminable novela que ronda por mi ordenador. O imagino que mis cuentos infantiles por fin encuentran un editor entusiasta. Cuando abro los ojos estoy casi convencida de que me voy a presentar a tal o cual concurso porque escribo bien, porque mis historias molan. Mi padre de pequeña siempre repetía “puedes ser cualquier cosa que te propongas”. En esos instantes me lo creo, me pongo de pie junto al borde y abro los brazos, cuando llego a la planta baja y salgo del ascensor mi cabeza bulle. Antonia la portera, acostumbrada, sonríe como diciendo: “Ahí va la lunática del ático”. Con suerte el hechizo durará unos cuantos días.

El banco del botánico es fenomenal para atascos literarios. Adoro la frondosidad que lo rodea, los gatos del jardín (más de 60), los pintores que intercambian consejos, las abuelitas que se cambian de lugar según avanza el sol, buscando no perderse ni una partícula “tiene mucho calcio hija”. A veces charlo, a veces callo. Mi servilleta floreada no llama la atención aunque aquí hay que devorar el salmón rápidamente o toda la pandilla felina amenaza con no dejar rastro de mí. Absorbo el buen rollo vegetal, respiro hondo y las ideas me llenan la cabeza, ¡mierda he olvidado mi libreta de apuntar ocurrencias!

Ayer decidí hacer mi té en el banco melancólico. Es el más céntrico y en otoño se llena de hojas secas,si estoy sola incluso me pego unas carreras saltando sobre ellas para sentirlas crujir. Bien abrigadita, coronada por un sensacional gorro verde que me da aspecto de un cruce entre una lechuga y un manojo de puerros, decidí que era el elegido. Situado a las puertas de la consulta de mi antigua ginecóloga. En él me senté el día que me dijo que no podría tener hijos. Las piernas me temblaban tanto que no podía caminar, así que allí estuve hasta que recordé el camino de vuelta a casa. A él regresé cuando murió mi gata, harta de refugiarme en Zara y de hacer cada vez más rico al señor Ortega. O cuando supe que estaba enferma y el miedo me bloqueaba. Lloré, sorbí los mocos y como tantas otras veces, después me levanté.

Eran las cuatro y a la media, sale mi hijo de clase. De camino corriendo me arranqué el gorro, le da vergüenza que sus amigos me vean con él.

Las madres nunca deben olvidar enfundarse un uniforme de discrección a las puertas del colegio.

Especialmente las que toman el té solas en bancos de piedra.