jueves, 27 de junio de 2013

CURSO DEL 82

PRIMERA PARTE

¿Cómo imagináis que empezaría vuestro día pluscuamperfecto? Yo me pido despertar sobre las 10 en alguno de esos áticos con terraza, que rodean la plaza Navona. Levantarme de una cama gigante con veinte almohadones sobre los que habría dormido repantigada, como una especie de Maria Antonieta contemporánea, (eso sí, a ser posible, sin su triste final, de momento me siento muy unida a mi cabeza).
Sana como una manzana y sexy, estaría debidamente acompañada. Aunque el señor en cuestión todavía lo ando seleccionando, si no os importa, pongo su nombre al final. Caminaría hasta el baño grácil cual gacela, me estiraría, haría el saludo al sol en la coqueta terraza, después el Sr. X y yo daríamos cuenta de un impresionante desayuno. El sol calentaría sin molestar, que para eso estamos en un sueño, mientras la charla fluiría natural y divertida. Sobre las doce, cogeríamos una moto y nos daríamos un paseíto por Roma. Como Audrey Hepburn, ya sabéis que no tengo precio.

¿A qué mola?

Estas chorradas me las imagino dentro del tubo de una resonancia magnética. Veinticinco minutos en ese chisme ruidosísimo dan para mucho, además me parece más entretenido que verme teniendo un lio con Fernando Alonso o David Guetta. Cuando por fin salgo de esa máquina infernal, hay que enderezar el día. Roma se desvanece, lamentablemente.
Al grano. Esta noche tengo una cena con mis compañeros de bachillerato. Esto de las nuevas tecnologías es lo que tiene, te localizan, te invitan, te venden la nostalgia y vas, picas y la cagas. Una vez confirmado ya no hay vuelta atrás. Ahora toca ponerse todo lo mona posible, pero (los treinta años transcurridos + la ley de la gravedad + la contaminación ambiental) han hecho estragos en mi humilde persona.

Como para estilistas no hay, la primera parada consiste en comprar tinte del pelo. Recorro dos supermercados sin encontrar mi castaño claro, así que tengo que decidirme entre rubio ceniza o cobrizo violín. Miedo me da. Al final me inclino por el rubio y cruzo los dedos, para no terminar con el pelo azul, en plan Lucia Bosé. Una vez en casa con el turbante en la cabeza, empiezo a despoblar las cejas, como tengo muy poca gracia, decido dejarlo para luego y darme una ducha, no vaya a ser que se me pase el tinte y acabe presentándome en la cena, con un gorro de baño como tocado alternativo. Constato con alegría que el pelo ha quedado discreto, me voy a la cocina y me tomo un par de valerianas, que por delante tengo una tarde larguísima, vuelvo sobre mis pasos y me abro una cerveza, es mucho más directo.
Empiezo a verme mona, delgada y estupenda. Me pruebo un par de modelos, el informal y el arreglao. Me pinto como una puerta. Me despinto, porque detecto cierto parecido peligroso a Carmen de Mairena. Termino la cdervza (glups! cerveza). Opto por el look informal, para intentar parecer más joven. La cago fijo. Me vuelvo a pintar, esta vez busco las gafas. Preparo un broche con mi nombre, para ser reconocida fácilmente. Me corto un dedo con el imperdible. Mierda, no encuentro las tiritas. Lo arreglo. Decido temerariamente beber otra cerveza, mientras espero que me vengan a buscar, a estas alturas olvido despoblarme la ceja izquierda. Ya es tarde. Me subo a los tacones sin excesivos contratiempos. Al fondo suena el timbre, corro a la puerta…

La segunda parte os la cuento en un par de días. Aprovechad este furor literario, mi hijo está de campamento. En cuanto vuelva, entraré en sequía.
Pd. Para el desayunito romano estoy entre Clive Owen por ser de mi quinta, Brad Pitt que está fondón, pero es un clásico y Don el de Mad men, sin ropa, gomina, ni tabaco.
Ahí lo dejo.

lunes, 24 de junio de 2013

SORPRESA SORPRESA

Todos en la vida deberíamos tener derecho al menos, a una fiesta sorpresa. Tendría que venir recogido en la constitución, inmediatamente detrás de lo del derecho al trabajo o a la vivienda digna y mucho antes, del tan cuestionado, “todos somos iguales ante la ley”.
Es completamente necesario que se nos engañe como a chinos, que los amigos monten coartadas imposibles y finalmente nos inunden con regalos. Pero sobre todo, para ser inmortalizado con esa cara de ¡¡qué coño pasa y que hace aquí toda esta gente!!
Yo organicé una fiesta el sábado. Deprisa y corriendo, cuando nadie la esperaba, y oye, quedó perfecta.
Porque hay veces que la vida se alía con uno. Y aunque vas enloquecida de acá para allá, todo lo que guisas sale bueno, y eso que solo le has dedicado al horno, un par de tristes miradas. Y aciertas en la cantidad y en la decoración. Y hasta la luna llena y los castillos artificiales de San Juan, parecen estar a tu servicio. Y la casa se llena de amigos que compran el hielo o traen sillas. Y empiezas con el vinito o la cerveza y terminas haciendo el solomillo al hojaldre o las brochetas de fruta, con la risa ya peligrosamente floja.
Fue especial utilizar la azotea del edificio. Llenarla de velas, farolillos y banderines de colores. Subir la comida y cruzar los dedos, para que no se diera cuenta de nada, para que milagrosamente cayera en la trampa.
Ver la alegría desbocada en los ojos de mi hijo, “mamá va a ser una gran fiesta” crear en ese instante, un recuerdo.
Dicho y hecho.
Me quedan dos telediarios en el despacho, los tiempos van a ser muy inciertos y antes de sumergirnos en la pobreza familiar, había que celebrar su cumpleaños a lo grande. Agradecerle mínimamente los servicios prestados. La compañía y la comprensión, los cuidados, esa paciencia estoica, su fantástica risa, que últimamente anda un tanto oxidada – seguro que son los tiempos-, su presencia catalizadora en mi vida.

Para que nunca nunca se olvide, aunque gruñamos de que es querido y estupendo, con o sin trabajo que más da. Como dicen en las bodas, en la riqueza o en la pobreza, en la salud o en la enfermedad, todos los días de tu vida.

Aúpa siempre.

lunes, 17 de junio de 2013

LA DECADA PRODIGIOSA

Una tiene sus debilidades confesables. Las buganvillas y las jacarandas en primavera, Cary Grant, Jon Bon Jovi, las tortitas con sirope de chocolate, Michael Caine, Jack Lemmon y Walter Matthau, las novelas de Agatha Cristie en las siestas de verano, las películas de López Vázquez o la vieja librería de la calle San Fernando.
Entre esas pequeñas chifladuras no debería faltar alguna que otra canción de Abba. Crecí escuchándolas. Mis primas y mi vecina Laura eran fans entregadas. Yo siempre he sido muy bailona, y Dancing queen era mi favorita. Cuando hace quince años vi “La boda de Muriel” confirmé que mi debilidad era la de muchos, así que la incorporé a mi “colección de películas deliciosas que nunca olvidaré”, me compré una gata y la bauticé con ese nombre.
Abba tiene una canción poco conocida “Slipping through my fingers” que hoy me viene al pelo. Habla de cómo nuestros hijos crecen y se escapan demasiado rápido. Quizá es la vida la que corre y ellos, al estar empezando, nos plantan en la cara cada día, esa desenfrenada velocidad.

M. cumple su primera década en unos días. Dos dígitos a la hora de poner la edad en el casillero de exámenes o dibujos. Diez años inolvidables.
Una sombra oscura sobre los labios, pelos en las piernas. Lo sé todo, lo quiero todo, me como el mundo.
Mi vida se va llenando de alguna respuesta altanera, de besos robados a traición, de “necesito intimidad, por fa, déjame solo en el baño”. Así que voy a ir entrenando el “SEÑOR DAME PACIENCIA” mantra utilizado por mi madre durante toda mi adolescencia, he de coger práctica porque esto se me viene encima.

Cuando lo miro dormir, largo y flaco, llenando su cama, casi del todo. Veo el tiempo transcurrido, de golpe, como un fogonazo. Desde el día que le descubrí en el orfanato con la mirada esquiva, a la guardería, los festivales de navidad vestido de reno, el cole, las tardes de parque, aquellas antológicas rabietas, su amor por los animales, los días de feria…

Tuve y tengo suerte, mucha, toda.

Hoy he pasado mi revisión. Ya soy anual.