lunes, 20 de febrero de 2012

CORAZÓN PARTÍO

A veces en la vida se nos rompe el corazón. Por una perdida, por amor o desamor, por una traición…
Pasa a cualquier edad y en cualquier momento, a menudo cuando menos te lo esperas.
A mí como a vosotros, con 47 años de trayectoria, se me ha roto en bastantes ocasiones.
Al morir mi padre siendo muy niña (ahí no se rompió, sino que literalmente estalló en mil pedazos), cuando supe que de ningún modo podría quedarme embarazada o al perder a mi tía Pilar la persona que hizo de mi, la mujer “ligeramente normal” que soy hoy día.
Recuerdo esos instantes como densos, vacios de esperanza.
La otra tarde vino a casa un amigo de mi hijo, un crio de casi nueve años que se come el mundo y sueña con ser Messi.
Mario se pirra por jugar a la play y al futbol y a mí me gustan sus ojos oscuros, su piel morena y ese caracolito que hace su pelo al final de la nuca.
Pero esa tarde Mario no jugaba con soltura, la víspera, Junior su mejor amigo, había dejado el colegio para siempre. Su familia regresaba a su país harta de buscar un trabajo inalcanzable que siempre se les escapa entre los dedos.
Mario y Junior han sido amigos desde los tres años, han jugado y se han querido con esa intensidad mágica, del ahora sin mañana que todos perdemos al crecer.
Por eso el otro día en mi casa, sentado en mi viejo sofá azul, Mario nos miraba  llorando y decía atónito “¿pero no veis que estoy muy desesperado?”, sorprendido de que no entendiéramos el alcance  de su dolor.
Esa mañana se había enfrentado al primer día sin Junior a su pupitre vacio, a su silla sobre la mesa, al patio sin sus goles…

Demasiado, ¿no os parece?

Su madre y yo, reaccionamos y corrimos a buscar tiritas para tanta pena.




martes, 7 de febrero de 2012

Miedos y subidones

Gran parte de mi infancia transcurrió aterrorizada por un cuadro espeluznante. Era una copia antigua de una pintura de un tal Francisco Pradilla. Representaba a Juana La Loca, vagabundeando por los campos de Castilla, con el cadáver de Felipe “El hermoso” a cuestas. Me horrorizaba la visión del ataúd con las velas y la figura de la reina vestida de monja, rodeada de cortesanos llorosos, en mitad de un páramo amarillento.
Algún antepasado con escasa visión de los terrores infantiles, tuvo a bien colgar esa pintura en la escalera del caserón donde pasaba los veranos, así que inevitablemente cada noche y cada mañana, yo debía pasar si o si, por delante de Doña Juana y del muerto.
Inútilmente supliqué que lo quitaran de allí porque me daba miedo, nadie me prestó demasiada atención, lo de los traumas infantiles era poco conocido en aquella época y no estaban los tiempos como para andar redecorando segundas residencias.
El terror que me provocaba, era proporcional a la necesidad de fijarme en aquella imagen a cada rato, como si se tratara de un imán.
La solución de mi madre “No la mires y ya está” no surtía efecto porque yo sabía que estaba ahí, esperándome inevitablemente, a la hora de ir a dormir o cuando me llamaban para comer.
Conclusión, yo solita me puse a buscar armas con las que enfrentarme a Doña Juana y al difunto.
Cantar muy alto fue siempre la mejor, desde pasodobles de verbena a canciones de Antonio Machín o Julio Iglesias, de las que mi madre era fan entregada (tranquilos, gracias a Dios mis gustos musicales se enderezaron con los años y han evolucionado correctamente pese a sus inciertos orígenes). Combinaba las canciones a menudo, con subir a la pata coja o hablar muy rápido en voz alta, pero lo de que el que canta su mal espanta es una verdad absoluta.
Con la adolescencia, acostumbrada ya, las miradas que de soslayo  lanzaba a Doña Juana, perdieron ese terror primitivo de la infancia y evolucionaron hacía un cierto aire de resignación entremezclado con ternura. La dichosa pintura me persiguió incluso hasta el examen de historia del arte en mi selectividad. Y me ayudó a hacerme con un sobresaliente, porque como imaginareis, después de tanta convivencia, yo de Doña Juana me lo sabía prácticamente todo.
Hace unos años cuando inicié las reformas de esa casa, la descubrí cubierta de polvo en el desván y tuve a bien quemarla en la chimenea, en un ejercicio de terapia psicológica casera que resultó la mar de divertida.

Hoy, he plantado cara a un terror tan atávico como aquel y he vencido. Lo hago cada pocos meses. Cuando he salido del hospital con esa frase maravillosa “Todo limpio, nos vemos en Junio”, he pasado delante de un descampado y bajito al principio, pero más fuerte después, me he puesto a gritar y a cantar. Dos abuelitos que paseaban a sus perros, me miraban atónitos.



sábado, 4 de febrero de 2012

Porque cada día es absurdamente único

Completamente de acuerdo. Único de principio a fin, aunque a menudo nos parezcan iguales en esa sucesión precipitada de llegar a tiempo a cualquier cita, al colegio, al trabajo o al destino.
Mi absurdo día ha comenzado con un marido y un hijo compartiendo cama y termómetro, entre los dos más de 76º de buena mañana. Así que me he preparado un cafetito cargado, me he enfundado el uniforme de enfermera dulce-cocinera de caliente -limpiadora meticulosa y me he sumergido en ese no parar de diversión consistente en transportar kilos de naranjas, cambiar las sábanas contaminadas de virus, ventilar habitaciones y esa siempre incomparable experiencia, de pasar dos horas en un ambulatorio atestado de niños enfermos (el pico de la gripe ya te digo) con un único pediatra de guardia.
Después de constatar que si, que la gripe se ha instalado en mi hogar dulce hogar, me he dedicado a comprar caprichos para los enfermos, desde revistas a palomitas de maíz pasando por toda la fruta que ha entrado dentro de mi campo de acción visual, mi carro y el gorro de Carmen Miranda eran todo uno.
He cocinado un arroz con pollo de chuparse los dedos, pero no me los he chupado intentando que los virus no se adentraran en mis fosas nasales más allá de lo estrictamente necesario. He tranquilizado con escaso éxito a mi madre octogenaria, que equipara la trascendencia de un catarro con el estallido de la tercera guerra mundial. He puesto la segunda tanda de paracetamoles y termómetros y me echado una cabezadita que me ha sentado divinamente. Posteriormente he preparado un caldo de pollo que resucita a un muerto, chocolate a la taza calentito y me he permitido el lujo de encender la calefacción, oye un día es un día y fuera hacían tres graditos de nada.
He montado y desmontado el scalesxtric, pintado corazones, visto Piratas del Caribe por decimonovena vez y descubierto que mi hijo de ocho años que empieza a esquivar mis besos a la puerta del cole, ha sentido despertar hoy una pasión irrefrenable por mí y me sigue por toda la casa, “mami un beso y otro y otro(de tornillo todos), mami la gripe se cura?, mami hay que ir al hospital si me sube más la fiebre? (para él ir al hospital es un cruce entre Port Aventura y la feria de navidad), mami tu me quieres?, mucho? cuanto exactamente?
Entremedias he descubierto que Rubalcaba ha ganado a Chacón por 22 votitos de nada, que pericia tiene ese hombre para aferrarse al poder Dios mío de mi vida.
En fin aquí me tenéis, voy a hacer la cena con el último turno de termómetros y me meto en la cama con ellos, al fin y al cabo ya me está picando la garganta.
Y si no puedes vencerlos, únete… a los virus obviamente.

Lo que os decía, un día entretenido y absurdamente único.