A veces en la vida se nos rompe el corazón. Por una perdida, por amor o desamor, por una traición…
Pasa a cualquier edad y en cualquier momento, a menudo cuando menos te lo esperas.
A mí como a vosotros, con 47 años de trayectoria, se me ha roto en bastantes ocasiones.
Al morir mi padre siendo muy niña (ahí no se rompió, sino que literalmente estalló en mil pedazos), cuando supe que de ningún modo podría quedarme embarazada o al perder a mi tía Pilar la persona que hizo de mi, la mujer “ligeramente normal” que soy hoy día.
Recuerdo esos instantes como densos, vacios de esperanza.
La otra tarde vino a casa un amigo de mi hijo, un crio de casi nueve años que se come el mundo y sueña con ser Messi.
Mario se pirra por jugar a la play y al futbol y a mí me gustan sus ojos oscuros, su piel morena y ese caracolito que hace su pelo al final de la nuca.
Pero esa tarde Mario no jugaba con soltura, la víspera, Junior su mejor amigo, había dejado el colegio para siempre. Su familia regresaba a su país harta de buscar un trabajo inalcanzable que siempre se les escapa entre los dedos.
Mario y Junior han sido amigos desde los tres años, han jugado y se han querido con esa intensidad mágica, del ahora sin mañana que todos perdemos al crecer.
Por eso el otro día en mi casa, sentado en mi viejo sofá azul, Mario nos miraba llorando y decía atónito “¿pero no veis que estoy muy desesperado?”, sorprendido de que no entendiéramos el alcance de su dolor.
Esa mañana se había enfrentado al primer día sin Junior a su pupitre vacio, a su silla sobre la mesa, al patio sin sus goles…
Demasiado, ¿no os parece?
Su madre y yo, reaccionamos y corrimos a buscar tiritas para tanta pena.
Pasa a cualquier edad y en cualquier momento, a menudo cuando menos te lo esperas.
A mí como a vosotros, con 47 años de trayectoria, se me ha roto en bastantes ocasiones.
Al morir mi padre siendo muy niña (ahí no se rompió, sino que literalmente estalló en mil pedazos), cuando supe que de ningún modo podría quedarme embarazada o al perder a mi tía Pilar la persona que hizo de mi, la mujer “ligeramente normal” que soy hoy día.
Recuerdo esos instantes como densos, vacios de esperanza.
La otra tarde vino a casa un amigo de mi hijo, un crio de casi nueve años que se come el mundo y sueña con ser Messi.
Mario se pirra por jugar a la play y al futbol y a mí me gustan sus ojos oscuros, su piel morena y ese caracolito que hace su pelo al final de la nuca.
Pero esa tarde Mario no jugaba con soltura, la víspera, Junior su mejor amigo, había dejado el colegio para siempre. Su familia regresaba a su país harta de buscar un trabajo inalcanzable que siempre se les escapa entre los dedos.
Mario y Junior han sido amigos desde los tres años, han jugado y se han querido con esa intensidad mágica, del ahora sin mañana que todos perdemos al crecer.
Por eso el otro día en mi casa, sentado en mi viejo sofá azul, Mario nos miraba llorando y decía atónito “¿pero no veis que estoy muy desesperado?”, sorprendido de que no entendiéramos el alcance de su dolor.
Esa mañana se había enfrentado al primer día sin Junior a su pupitre vacio, a su silla sobre la mesa, al patio sin sus goles…
Demasiado, ¿no os parece?
Su madre y yo, reaccionamos y corrimos a buscar tiritas para tanta pena.