jueves, 27 de enero de 2011

BESOS TIMIDOS QUE CAMINAN SOBRE MI PIEL COMO MARIPOSAS ATOLONDRADAS

La elegante dependienta estaba a punto de perder la paciencia. Externamente solo un ligero rictus en la comisura de los labios la delataba, pero por dentro era una olla en ebullición. Llevaba exactamente dos horas y cuarenta y siete minutos aconsejando a aquel cliente, había desplegado con él toda su cortesía, encanto, sofisticación, conocimientos técnicos e incluso aquella leve presión de vendedora curtida en mil batallas que siempre acababa inclinando la balanza a su favor.
En sus casi cuatro años de trabajo en la exclusiva joyería, nunca se había enfrentado a un hombre como aquel. Estaba acostumbrada a lidiar con parejas adorables que buscaban alianzas para bodas de alto copete, o mujeres de mediana edad, que después de toda una vida de trabajo, se regalaban un anillo como símbolo de esa independencia ganada en miles de mañanas de madrugones solitarios.
Aunque sus favoritos eran con diferencia los maridos infieles, complacientes casi a partes iguales con sus amantes y sus mujeres, con unas por su pasión incipiente y con las otras por las cómodas apariencias. La culpa les llevaba a menudo a gastarse sin dudar cantidades de vértigo. Gracias a varios de ellos y a sus respectivas comisiones, había pasado una excitante semana de vacaciones en Bali el otoño pasado. Sin embargo el tipo que sentado frente a ella, intentaba sin éxito elegir un anillo, no era uno de ellos. Ninguno emplearía tanto tiempo en una aventura. Se notaba que era concienzudo y paciente – hacía horas que las burbujas de su copa de cava habían desaparecido - Y que aquella elección era en ese preciso instante, la decisión más compleja de su vida.
Analizó pausadamente su abrigo negro, correcto y bonito aunque no caro, sus dedos finos de manicura reciente, la arruga que cruzaba su entrecejo, el reloj deportivo con la correa desgastada, el pelo recién cortado, brillante, poblado con alguna de esas canas que tan bien les caen a los hombres a partir de los cuarenta. Concluyó que no era rico, ni tan siquiera acomodado, pero que posiblemente, si su olfato no fallaba, terminaría decidiéndose por el solitario de brillantes de 4500 euros.
Aventuró que tal vez pidiera un crédito para pagarlo o troceara el importe con su tarjeta, porque en estos tiempos de vacas flacas ya muy pocos tienen cash. Y se atrevió tímidamente a imaginar a la receptora, con el fin de paliar la tensión que aquella indecisión provocaba.
No podía saber que a él no le importaba demasiado ni la transparencia ni la magnifica pureza del diamante, que buscaba solamente un recordatorio perpetuo de los fettuccini del italiano de la esquina, de las escapadas en moto, de todos y cada uno de esos besos que dejan rastro, como los surcos de los caracoles con los que jugaba de niño y de los envites de aquellas noches que parecían alargarse como chicles, un recordatorio de las segundas oportunidades. No podía imaginar tampoco la generosidad con la que se agradece que te rescaten de una existencia corriente y lo maravillosamente vivo que puedes llegar a sentirte cuando vuelves a empezar, con la certeza firme de que te acompaña por fin la persona adecuada.
Finalmente y después de atenuar por segunda vez las luces – signo discreto pero inequívoco de que iban a cerrar – envolvió para regalo el solitario. Lo hizo satisfecha. Primero, por haber acertado y segundo, porque con la comisión se compraría una preciosa chaqueta de ante de la que se había enamorado sin remedio, hacía unas semanas. El paquete primoroso, fruto de sus prácticas en la Tifanny´s de Madrid, quedó depositado sobre el vidrio del mostrador. Gentilmente, observó casi sin parpadear, como aquellas manos cuidadas lo asían con una firmeza y una delicadeza incontestables y por un minuto, no pudo dejar de sentirse invadida por una oleada de profunda y conmovedora envidia.





El título no es mío, está escrito por Pilar Blanco y publicado junto a las ilustraciones de Carmen G. Gordillo en la Agenda de los cuentos secretos pero nada más leerlo me pareció tan maravilloso, que no pude dejar de imaginar un cuento para el.

viernes, 21 de enero de 2011

PORTAZOS

Ligeramente agitada como el dry martini de James Bond, así me levanto de buena mañana, estado de ánimo que con el paso de las horas puede derivar hacia un atacamiento de nervios masivo. Por más que me recreo en libros y clases de meditación, control de la respiración, pensamiento positivo y otras lindezas, parece que estoy abocada a recoger zapatillas o juguetes de lego diseminados, que un día conseguirán llevarme a urgencias con alguna fractura de consideración.
Se me van dos horas en planchar uniformes, hacer zumos de naranja con tostadas, intentar despertar a mi hijo primero dulcemente en plan madre de anuncio de la tele y después de veinte minutos con un grito digno de Tarzán, recoger un poco la casa, ducharme, intentar disimular la raya del tinte y las ojeras con escaso éxito, repasar mentalmente si los deberes están en su sitio, el bocadillo en el suyo, la pastilla del estomago en su estomago, hacerme un café, echar un vistazo angustiado tras otro al reloj de cocina, quitarme un pelo de bruja piñones que siempre tiene a bien aparecer en mi barbilla los días de reunión importante en el trabajo, pesarme y constatar horrorizada a donde han ido a parar los polvorones que me zampé alegremente en navidad, vestirme con algo que disimule aunque sea mínimamente también, los estragos del turrón de chocolate Suchard (bendito sea, por cierto), para concluir, tras el portazo correspondiente, corriendo -galopar sería más adecuado- hasta la puerta del colegio dentro del horario previsto. Toda esta gimkana digna de una olimpiada, se repite a diario en mi vida, como en una especie de deyaveu perpetuo y esa repetición casi idéntica me tiene extenuada, la verdad.
Pero como dice Sakira en una de las pocas canciones que consigo entenderle, “cuando menos te lo pienses sale el sol” y un buen día tu hijo se levanta sin que suene el despertador, así que no necesitas dejarte las cuerdas vocales en el intento y se lava la cara, se peina, se sienta a desayunar y se come TODO lo que hay en la mesa y lo descubres revisando su mochila para ver si no le falta nada, vistiéndose solo sin protestas y sin ponerse la camiseta interior encima del suéter y le cambia el agua a la tortuga y le da de comer. Y sobra tiempo y no tienes el acechante pelo de la barbilla aguardando y de pronto respiras hondo y casi de golpe recuperas la esperanza y la fé y crees en dios y en alá y en el dalai lama si hace falta.
Además al salir, la puerta como por arte de magia, se cierra casi dulcemente.

Para Pepa, una autentica lectora bombón, que además me da ideas.

Pd. Prometo renovar la obsoleta decoración navideña en un par de días. Vuelvo pronto