miércoles, 18 de agosto de 2010

UN CIRCO DE TRES PISTAS

Los veranos de pueblo tienen poco misterio. Arroz al horno, toallas de playa resecas de sol, mediodías tórridos, rajas de melón y tardes de piscina con tormentas precipitadas.
Son previsibles, no defraudan, te dan lo que esperas de ellos, una cierta placidez mezclada con algo de aburrimiento. En esas estoy, sumergida en uno de ellos y he pasado bastantes días completamente convencida de que este sosiego rural había terminado por minarme la inspiración. No encontraba por ningún lado historia alguna, que llevarme a los dedos. Mi cabeza sonaba hueca porque tanto aire puro no termina de ser bueno. Devoraba los tintos de verano de Elvira Lindo envidiando sus agudos comentarios sobre el veraneo en el campo y yo nada de nada, ni rastro de algo medianamente ocurrente para contar. Me conformaba con algo de andar por casa, tampoco hablo de “Lo que el viento se llevó”. Así que ante este vacío creativo, aproveché para ponerme un nuevo tinte (ahora soy oficialmente pelirroja), engordar un par de los kilos que tanto tardé en eliminar y releer religiosamente parte de mi colección de novelas de Ágata Cristie. Entre crimen y crimen, voy a la carnicería donde soy debidamente informada de todas las novedades sociales dignas de mención, acompaño a mi hijo al parque, limpio el caserón centenario donde vivo o me bebo con placer una cervecita helada con vistas a la montaña.
En medio de esa monotonía cotidiana, hay alguna cita que procuro no perderme. No me gustan los toros, ni las verbenas pero la visita del circo a mediados de agosto es uno de mis momentos favoritos.
No se trata de un circo al uso, el de Piruleta simplemente es una furgoneta, con una cortina de lamé dorado como única carpa. La pista está compuesta por un corro de cuarenta sillas de plástico blanco (para que el distinguido público recline sus posaderas). Aunque si no quieres sentarte puedes ver el espectáculo completamente gratis. La “extensa” compañía está compuesta por tres miembros tremendamente pluriempleados: Fiona, funambulista, acróbata, acomodadora y ayudante de mago, Matías que ejerce de faquir, ilusionista, payaso, traga sables o replicante de Bob Esponja y por último Adán su hijo adolescente, malabarista en ciernes.
He visto crecer a ese crío año tras año, desde sus precarios equilibrios sobre un cilindro con apenas seis años hasta ayer mismo con casi catorce, espigado y atlético aunque igual de patoso (me da que abandonará el negocio familiar a las primeras de cambio).
En ese circo de patio de colegio, unos años se anuncian animales salvajes que acaban en simples pulgas juguetonas, sin rastro de tigres o leones, otros se promete la visita de la sirenita y la pobre Fiona no tiene más remedio que camuflarse en la parte trasera de la furgoneta con una peluca roja, dos conchas en los pechos y una ficticia cola de pez.
Adoro su escasez de recursos, me produce una profunda ternura, la falta de tinte en las mechas ajadas, sus tacones desconchados, los horripilantes vestidos. Pese a todas esas carencias, su espectáculo es real, digno, contundente, no engaña y también siempre, te da lo que esperas de él. Consigue atraparme durante dos horas, me creo cada truco, aplaudo a rabiar, río los manidos chistes y hasta abro ligeramente la boca cuando parten por la mitad a Fiona con un sable digno de Ali Babá.

Definitivamente es agosto y me rindo cada año, como ante Ágata Cristie.